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Interrupción del embarazo: reflexiones y precisiones sobre una sentencia paradigmática

Alberto Pérez Dayán *

Proceso

La Corte, lejos de reconocer un derecho absoluto y libre a la interrupción del embarazo, optó por encontrar un equilibrio entre ambos bienes tutelados, rechazando posturas polarizadas.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación emitió dos sentencias de alto interés colectivo. En este espacio haré referencia a las relacionadas con la criminalización de la interrupción del embarazo, sobre lo cual compartiré algunas reflexiones y precisiones.

En estos asuntos la Corte dio respuesta a dos problemas fundamentales: 1) ¿existe un derecho humano a la interrupción del embarazo? y 2) ¿la interrupción del embarazo debe criminalizarse? El pronunciamiento sobre estas cuestiones generó un elevado interés y, por lo mismo, un gran impacto social y mediático, por lo cual, como participante de ello, creo conveniente clarificar el alcance no sólo del pronunciamiento de la Corte, sino de las consideraciones que la llevaron a sustentar su determinación.

1.- ¿Existe un derecho humano a la interrupción del embarazo? La Corte identificó dos bienes jurídicos en contraste: por una parte, el derecho de las mujeres a decidir y, por otra, la protección del producto de la gestación. El primero de esos bienes, es decir, el derecho de elección, se basa, a su vez, en otros derechos fundamentales como son la dignidad humana, la autonomía, el libre desarrollo de la personalidad, la igualdad jurídica y el derecho a la salud y a la libertad reproductiva, cuya relevancia se refleja en la posibilidad de toda persona de construir una identidad y un destino autónomos, y de edificar un proyecto de vida digna.

Por lo que hace al segundo de los bienes jurídicos mencionados, esto es, la protección del producto de la gestación, entiendo que si bien este último no puede considerarse titular pleno de derechos humanos, lo notable es que ello no implica que su preservación y desarrollo carezca de un ámbito de protección basado en un interés fundamental: la vida y su perpetuación. Es el derecho a nacer que tiene todo producto concebido.

No hay duda del interés y la obligación del Estado en proteger la vida en gestación; ello se infiere fácilmente de diversas disposiciones de la Constitución federal –como sus artículos 3, 4 y 123– a partir de las cuales se deben realizar acciones específicas para cuidarla de manera especial, por ejemplo, ocuparse de la continuidad de los embarazos deseados, asegurar la atención prenatal, proveer partos saludables, adoptar medidas de compatibilidad de la maternidad y paternidad con los intereses laborales y educativos, abatir la mortalidad materna y garantizar a las mujeres igualdad en el acceso a las oportunidades educativas y laborales.

Con base en este escenario, la Corte, lejos de reconocer un derecho absoluto y libre a la interrupción del embarazo, optó por encontrar un equilibrio entre ambos bienes tutelados, rechazando posturas polarizadas –como lo sería una protección irrestricta de la vida o una libertad sin límites de todo aquello que ocurre en el cuerpo de la persona gestante–, por lo que sostuvo que el derecho de elección sólo puede comprender el procedimiento de interrupción del embarazo dentro de un breve periodo, cercano al inicio del proceso de gestación.

2- ¿La interrupción del embarazo debe criminalizarse? Por supuesto que no; nadie debe ir a prisión si ejerce correctamente y a tiempo un derecho. La Corte consideró fundamental valorar la situación real de la mujer como parte de una sociedad, sobre lo cual adquieren

relevancia diversos deberes a cargo del Estado: I) orientar mediante políticas públicas una educación de prevención, que lleve a entender que la interrupción del embarazo no constituye un método de planificación familiar, sino la última opción disponible que implique el no ejercicio de la maternidad; II) acompañar a la persona durante la época en que ésta decide si continúa o no con su embarazo, por lo que debe proporcionarle información suficiente y objetiva para asegurar que tiene conciencia tanto del proceso de gestación en sí mismo como del procedimiento clínico de interrupción del embarazo y de sus repercusiones físicas y psicológicas; y III) asistirla una vez que la decisión haya sido tomada, ya sea para quienes elijen la maternidad como para quienes optan por interrumpir el embarazo.

Sin embargo, esto que parecería mínimo, no se puede presumir en nuestro país como una realidad, ya que existe una muy limitada ventana de oportunidades y de acceso a niveles de vida dignos, prevaleciendo un escenario de desigualdad y precariedad que lleva, incluso, a la pobreza extrema y a la marginación, en el que el derecho a la educación es limitado y escaso, igual que los programas de planificación familiar y el uso de métodos anticonceptivos.

Esto dibuja un gobierno incapaz de proporcionar el bienestar deseado, el sistema de salud ha fallado en proporcionar herramientas anteriores a la noticia de un embarazo para evitarlo o planificarlo; falla también durante la época de discernimiento sobre la situación de embarazo y, fundamentalmente, falla después del nacimiento para asistir tanto a la madre como al hijo en el logro de una vida digna, lo que, desde luego, repercute en la decisión de una mujer, ya que un sistema de salud ausente en estos temas genera a la madre una incertidumbre sobre la posibilidad de desarrollar su proyecto de vida y, más aún, sobre la capacidad de poder llevar a su hijo hacia un futuro de bienestar.

Por ello, aun cuando la madre tenga la convicción de que la vida es el valor preeminente y quiera optar por la gestación completa, si las circunstancias no favorecen una vida digna tanto para la madre como para su hijo, se fuerza a abrir otra posibilidad, la de la interrupción o gestación frustrada, sobre todo porque no bastan la retórica y los discursos en defensa de la vida en gestación, sino que debe existir una posibilidad real de acceso a un desarrollo adecuado y a una vida plena, en caso de continuar con su embarazo.

Frente a esta indiscutible disyuntiva, derivada de su propia situación y de la falta de certeza sobre la posibilidad de incorporarse de manera exitosa en su maternidad a un proyecto de vida, la mujer que decide interrumpir el embarazo no podría ser castigada en un estado de derecho. Concretamente: una decisión de interrupción del embarazo, derivada de esa falta de elementos a cargo del Estado para ejercer una maternidad plena, no puede ser objeto de sanción penal, pues equivaldría a una doble victimización.

El equilibrio pretendido entre el derecho a elegir de las gestantes y la protección constitucional del producto de la concepción llevó al Alto Tribunal a decidir, por unanimidad de 10 votos, la inconstitucionalidad de una norma que atendió y privilegió exclusivamente uno de esos dos derechos, en franco desconocimiento del restante. Si esas dos prerrogativas pueden convivir, se exige entender que las normas establezcan un límite temporal (que, en el caso, no fijó el legislador) para permitir que la madre tome la decisión que más le favorezca, sin sufrir penalidad alguna. Pasado ese límite temporal (generalmente 12 semanas) y ya en defensa de la vida o derecho a nacer, su libertad de elección se reduce significativamente. Los dos extremos se complementan y conviven armónicamente a través de un mecanismo de seguridad jurídica, que tutela y protege ambos valores fundamentales.

En conclusión, en la interrupción del embarazo, la Suprema Corte fue concluyente: ni siempre ni nunca.

Estos fallos se encuentran también ­vinculados a un diverso igualmente paradigmático para los derechos humanos, en el cual se discutió lo que se ha denominado “objeción de

conciencia”. Dada su importancia, ello será materia de reflexión posterior en este mismo espacio.

* Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Los casos son las acciones de inconstitucionalidad 148/2017, y la diversa 106/2018 y su acumulada 107/2018, resueltas por la SCJN el 7 y 8 de septiembre pasados.

Nadando entre tiburones

¿A qué le tira el PRI?

Víctor Beltri

Excelsior

De que Emilio Lozoya es un sinvergüenza, no cabe duda alguna. Un traidor, dispuesto a empeñar a sus amigos —y a su propia madre— con tal de salvar su pellejo. Un hombre sin honor, nacido entre pañales de seda y que no supo aprovechar su preparación —y las posiciones a las que tuvo acceso— para hacer algo de provecho, sino que se perdió en la frivolidad del poder, y en la corrupción necesaria para obtenerlo —y conservarlo— sin mayores méritos.

Un poder que, por lo visto, todavía cree tener. Las fotografías publicadas en los últimos días, en las que aparece departiendo —sin mayor preocupación— en uno de los mejores restaurantes de la Ciudad de México, a una hora en la que era más que probable que alguno de los comensales habría de reconocerle, son una muestra del cinismo de quien confía en la impunidad que le brinda un acuerdo inconfesable, pero ahora, más que nunca, evidente.

Emilio Lozoya es un sinvergüenza que, sin embargo —y sin quererlo, sobre todo—, bien podría haberle rendido un gran servicio a la patria, mientras degustaba su pato laqueado. Las imágenes son indignantes, en tanto retratan en su plenitud la impunidad acordada por el régimen en funciones con un delincuente confeso, el mismo acuerdo de impunidad que se sospecha existente con personajes del gobierno anterior y algunas figuras relacionadas con el crimen organizado. El gobierno, ahora, tendrá que actuar.

Lozoya, en su soberbia, cavó su propia tumba y la de su partido. La administración en funciones se verá obligada a reaccionar, y proseguir una causa que le pone en una cuerda floja: por un lado, la sociedad indignada, que exige resultados; por el otro, los resultados que se le exigen harían tambalear un presunto acuerdo que —por cualesquiera que fueran las razones— ha permitido la impunidad de personajes como el de marras. Una impunidad que se exhibe sin desparpajo. La investigación —y la exigencia ciudadana— terminará por tocar al PRI, que se verá —por fin— obligado no sólo a deslindarse del pasado, sino a definirse en el presente, justo antes de la votación sobre la contrarreforma energética planteada por el gobierno actual.

Vaya disyuntiva. El PRI se enfrenta a un momento crucial en su historia, con tres opciones en puerta. En la primera, el repudio total de la presidencia del partido hacia Lozoya —y en consecuencia, a la administración anterior— salvaría su relación actual con el gobierno, pero daría el primer paso no sólo a la desintegración total con la alianza opositora, sino a la pérdida de credibilidad absoluta entre la ciudadanía. En la segunda, un dejar hacer y dejar pasar —como si el problema no les correspondiera, y como en los hechos están operando, con los supuestos foros sobre la contrarreforma energética— les colocaría en una indefinición que favorecería a los intereses de la dirigencia, pero que terminaría por

cobrarle facturas al partido en poco tiempo. En el tercero, si se definieran en contra de la impunidad del personaje —y de sus aliados intocables—, pero también lo hicieran en contra de la iniciativa presidencial, sin mayor recaudo, terminarían por rescatar un poco de la credibilidad que han perdido en los últimos años. La pregunta inexorable es sólo una, ¿a qué le tira el PRI?

A qué le tira el PRI, la gran pregunta. En este momento, el partido parece nadar entre dos aguas: por un lado, quienes miran a futuro y buscan recuperar la confianza de la ciudadanía; por el otro, quienes sólo piensan en su propio pasado —reciente— y buscan asegurar, si no otra embajada, al menos la seguridad jurídica hasta que cambie la marea. Los últimos posicionamientos, tanto desde el Senado como desde la presidencia del partido, han dejado claras las diferentes posturas al interior del instituto.

¿Cuál prevalecerá? Abramos los ojos, y escuchemos con atención: el prisionero del Palacio se juega su última carta, con el partido al que —en realidad— nunca dejó de pertenecer. Lo que venga, a partir de ahora, definirá el verdadero papel del PRI en nuestra historia.

Astillero

El Hunan y las blanduras de Gertz // A Lozoya, ni prisión domiciliaria // Privilegios, entre tardanzas // Peña y Videgaray, intocados

Julio Hernández López

La Jornada

En julio de 2020, al juez Artemio Zúñiga Mendoza le pareció que los representantes de la Fiscalía General de la República (FGR), ante la diligencia judicial que él encabezaba, habían expuesto razonamientos que deberían llevar a la solicitud de prisión preventiva justificada para Emilio Ricardo Lozoya Austin, el ex director de Petróleos Mexicanos acusado de diversos actos de corrupción.

Pero la FGR no solicitó nada proporcional a la magnitud de los hechos que pretendía sustanciar ante el togado, quien expresó: Me parece que la motivación va encaminada a la solicitud de una prisión preventiva justificada, pero la conclusión es diversa. Sólo la Fiscalía puede solicitar la prisión preventiva justificada y eso lo deja patente, ya que más allá de la motivación de la Fiscalía ha solicitado otras medidas, pero no la (prisión) justificada. Y yo no puedo poner una medida más grave que la que me piden los fiscales (Arturo Ángel: https://bit.ly/3Avk5TW)./

La FGR, cuyo titular es Alejandro Gertz Manero, sólo solicitó y obtuvo que a Lozoya se le prohibiera salir del país y de la Ciudad de México, se le colocara un aparato de supervisión electrónica (un brazalete) y la entrega de su pasaporte. El juez agregó que el imputado debería ir al juzgado a firmar cada 15 días.

En estricto sentido jurídico, Lozoya Austin ha podido asistir a donde desee, siempre dentro de los límites nacionales. No está sujeto a arraigo domiciliario, sino a medidas cautelares menores o distintas.

Sin embargo, este sábado se conoció de su asistencia a un restaurante de comida china en las Lomas de Chapultepec, el Hunan, de gran lujo, y eso desató una serie de críticas que en lo general, a juicio de este tecleador en libertad sin condición, reflejan el enojo y la profunda insatisfacción social que han causado los sistemáticos privilegios de que ha gozado el reprobable personaje mencionado.

Esos privilegios, como no pisar la cárcel, estar en libertad condicionada, no firmar presencialmente en el juzgado y disfrutar de su riqueza mal habida, contrastan

ofensivamente con la ineficacia mostrada hasta ahora en el aprovechamiento social e institucional de la figura de protección ofrecida a Lozoya a cambio de que delatara a sus cómplices superiores, que en el caso no pueden ser más que Luis Videgaray Caso, el virtual vicepresidente peñista hacia quien el ex director de Pemex mantiene enfurecimiento por pugnas internas, y el propio Enrique Peña Nieto, beneficiario a fin de cuentas de uno de los casos a juicio, el envío de millones de dólares de Odebrecht a la campaña presidencial del alegre mexiquense.

La blandura de Gertz Manero hacia Lozoya habría merecido tener un asiento en el citado restaurante Hunan, pues gracias a ella es que un exfuncionario bajo acusación de grave daño a la nación puede salir de casa y asistir a reuniones públicas o privadas sin mayor consecuencia que, en todo caso, la reacción derivada de la publicación de fotografías como las que difundió la columnista Lourdes Mendoza ( El Financiero, Azteca y ADN 40, revista Vértigo, Eje Central y Expansión Política), ejercitante de un periodismo que provoca reacciones adversas en segmentos favorables a la llamada Cuarta Transformación, quien presentó demanda por daño moral contra Lozoya por haber declarado que Videgaray le había pedido comprar un bolso de lujo y pagar colegiaturas familiares a la columnista.

El debate en redes sociales incluyó la revisión de horarios del tuiteo de las fotos del Hunan y otros detalles sobre la presunta autoría real de tales gráficas (el empresario Simón Levy llegó a ofrecer 500 dólares a quien demostrara que Mendoza había tomado personalmente las fotografías).

Pero lo importante, lo trascendente, es la tardanza de la FGR, de Gertz Manero, en mostrar a la sociedad que la lucha contra la corrupción va en serio y no se ha atorado en pactos y arreglos que permiten impunidad o castigos menores o, como en los casos de Videgaray y Peña Nieto, una condición de inalcanzables para los anhelos de justicia.

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