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Mujeres a la izquierda, hombres a la derecha

La confrontación entre géneros, que amenaza con truncar parte del progreso social alrededor del mundo, debe ser mirada con mucha atención desde México.

 Antonio Salgado Borge* | Proceso

Una brecha ideológica y política divide a quienes conforman la Generación Z: mientras que los hombres zoomers son cada vez más conservadores, las mujeres han tomado un rumbo marcadamente progresista. Este fenómeno se manifiesta en una agria confrontación entre géneros que amenaza con truncar parte del progreso social alrededor del mundo, incluyendo a México.

Para ver por qué, empecemos notando la amplitud de la división ideológica entre mujeres y hombres zoomers; es decir, entre las personas que tienen actualmente de 18 a 30 años. De acuerdo con un artículo publicado la semana pasada en The Financial Times, las mujeres de esta generación son, en promedio, 30 puntos porcentuales más progresistas que los hombres. 

También es importante reconocer que estamos ante un fenómeno global y sin precedente. Global porque el grupo de países que lo ejemplifican abarca cada uno de los continentes; sin precedente porque ni entre baby boomers, ni entre Generación X, ni entre millennials se observa una división ideológica relevante entre géneros, como la registrada en la Generación Z.

Aunque este fenómeno es motivo de estudio actualmente, considero seguro afirmar que hay al menos tres elementos, estrechamente interrelacionados, que deben ser considerados cuando se trata de explicarlo.

El primero es la profunda influencia del movimiento #MeToo y de la ola feminista que le ha seguido desde mediados de la década pasada. 

Para efectos de este análisis, lo relevante es que la necesidad de desmontar la estructura patriarcal actualmente existente es ya, con razones sobradas, un tema principal en la cultura popular, la educación y los discursos políticos. Y que la aceleración de este proceso de empoderamiento ha generado que un buen número de hombres culpe al feminismo de varios de sus desventuras –incluyendo la pérdida de privilegios que daban por sentado, sus dificultades para establecer relaciones afectivas o su menor acceso a oportunidades laborales. 

Aunque este impacto ha sido transgeneracional, su manifestación es particularmente notable entre los hombres de la Generación Z. Por ejemplo, de acuerdo con una encuesta de Ipsos para King’s College London, son más propensos que los de otras generaciones a comprar este discurso y creer que el feminismo resulta “dañino”. Además, mucho se ha comentado que, al tratarse de personas más jóvenes, se sienten menos responsables de la estructura patriarcal legada por anteriores generaciones.

El segundo elemento que ayuda a explicar la división ideológica entre las mujeres y los hombres de la Generación Z es la existencia de burbujas digitales que, literalmente, les dividen y confrontan. Por ejemplo, Michelle Cottle, integrante del consejo editorial de The New York Times, ha explicado que en Estados Unidos existe una enorme desproporción en el número de hombres que usa YouTube y en el número de mujeres que utilizan TikTok. Lo mismo es cierto para otras redes. Una encuesta realizada por el Pew Research Center muestra que las mujeres dominan en Instagram y Pinterest, mientras que los hombres lo hacen en Twitter (ahora X) y Reddit. La desproporción se vuelve brutal en casos como la plataforma Discord, popular entre los gamers, donde los hombres superan el 70 por ciento.

La agrupación de mujeres y hombres en distintas burbujas implica, desde luego, la exposición a distintos tipos de interacciones y contenidos. Plataformas como YouTube, X o Discord acercan a los hombres zoomers a contenidos marcadamente sexistas diseñados para reafirmar sus sensaciones de comprensión, resentimiento u olvido. El resultado es la constitución de burbujas de misoginia que los radicalizan y aíslan.

El tercero es la presencia de un ecosistema de medios, coaches, “artistas de ligue” e influencers que lucran con este resentimiento. Dos personas famosas dentro de este ecosistema son el influencer Andrew Tate y el escritor Jordan Peterson, misóginos que se han convertido en referentes para un puñado de hombres desencantados. El primero (quien, por cierto, enfrenta cargos de violación, de explotación sexual y de tráfico de personas) tiene 8.7 millones de seguidores y es visto favorablemente por una cuarta parte de los zoomers en Reino Unido. La aprobación del segundo en el mismo segmento es superior a 30 por ciento.

Confrontado con lo anterior, alguien podría objetar que el número de hombres jóvenes resentidos sigue siendo, a fin de cuentas, marcadamente minoritario y que, en consecuencia, no deberíamos exagerar su importancia. 

El problema con este tipo de respuesta no es sólo que estamos ante un fenómeno real; estamos también ante uno exponencial y en continuo crecimiento. Un dato escalofriante ayuda a ilustrar esta tendencia: hace seis años, la brecha ideológica entre hombres y mujeres zoomers no existía; hoy les separan 30 puntos porcentuales. Estamos ante una bola de nieve que, ininterrumpida, continúa su proceso descendente.

Esto no es todo. Incluso si aceptamos, para fines del argumento, que esta tendencia ha alcanzado su techo, la constitución de un grupo de hombres sin sentido de pertenencia, culpados, dejados atrás o, de plano, amenazados por la sociedad a la que pertenecen es un problema muy serio.

Tal como Rachel Kleinfeld ha argumentado en Persuasion, este segmento alimenta a grupos que se benefician de la división de roles de género, como los populistas autoritarios o algunas Iglesias. No es casualidad que un número desproporcionado de hombres jóvenes, vía el antifeminismo, apoye a personas como Donald Trump o a movimientos de extrema derecha. Tampoco es fortuito que la ultraderecha cuente con enganchadores profesionales dentro de las burbujas de misoginia en redes, que terminan así convertidas en campos de reclutamiento.

Desde luego, es tentador encogerse de hombros y alegar que, aunque este fenómeno es preocupante, no existen evidencias de que este sea el caso de que ocurra en México. También podría objetarse que, incluso si la brecha ideológica entre géneros en la Generación Z existe en nuestro país, ésta no ha tenido un efecto político, como lo ha tenido en otras partes del mundo. En nuestro país no existe un movimiento fuerte de ultraderecha que atraiga a los hombres jóvenes. 

El problema con lo primero es que todos y cada uno de los elementos mencionados arriba para explicar este fenómeno aplican para nuestro país: los jóvenes mexicanos están tan expuestos como los de otros países al mismo movimiento feminista, a las mismas redes sociales disponibles y un ecosistema de personas que buscan capitalizar su resentimiento –Ricardo Salinas Pliego es el mejor ejemplo. Si aceptamos que estos son factores determinantes, debemos también admitir que estamos, cuando menos, en riesgo.

La cuestión con lo segundo es que, salvo Salinas Pliego, desde la ultraderecha mexicana nadie ha buscado capitalizar este movimiento. Por el momento, los proyectos políticos de los ultraconservadores en México están basados en un discurso abiertamente religioso que, en el extremo, plantea la conveniencia de disolver la separación entre Iglesia y Estado. Este tipo de discurso difícilmente puede resonar para las personas más jóvenes. El caso de Eduardo Verástegui es muestra de ello.

Además, es previsible que la llegada de la primera mujer a la Presidencia exacerbe el resentimiento sexista y Ricardo Salinas Pliego y compañía no se irán a ningún lado. Recordemos el caso de Estados Unidos, donde la presidencia de Obama funcionó como revulsivo para los impulsos racistas que, potenciados por redes anteriormente existentes, alimentan hoy el Trumpismo.

Es momento de hacer un corte de caja. Hemos visto que hombres de la Generación Z tienen un marcado movimiento hacia la derecha. También revisamos tres elementos que ayudan a explicar este fenómeno. Dado que todos estos elementos están presentes en nuestro país, la confrontación entre géneros, que amenaza con truncar parte del progreso social alrededor del mundo, debe ser mirada con mucha atención desde México.

*Profesor Asociado de Filosofía en la Universidad de Nottingham, Reino Unido.

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Razones

La Constitución de López Obrador

Jorge Fernández Menéndez | Excelsior

El paquete de reformas que presentó ayer el presidente López Obrador constituye lisa y llanamente la propuesta de una nueva Constitución. No se trata de reformar por enésima vez la de 1917; si se aprobara lo que presentó López Obrador tendríamos una nueva Constitución en la que los poderes Legislativo y, sobre todo, Judicial estarían subordinados al Poder Ejecutivo.

Sin un equilibrio de Poderes, sin organismos autónomos que sean contrapesos, con esas mismas reformas la Presidencia se convertiría cada vez más en el reflejo de un sistema de partido prácticamente único, vía las reformas electorales también propuestas. En términos energéticos, el Presidente quiere regresar a los años 50, a la reforma de López Mateos, pero en términos políticos y constitucionales no quiere conservar siquiera las formas que durante el largo periodo priista prevalecieron. Quiere un sistema de partido único apenas disfrazado.

Para el sentido histórico que tiene de sí mismo el presidente López Obrador, sintetizado en su propia definición de la Cuarta Transformación, él mismo se siente como el continuador de Hidalgo, Benito Juárez, Madero, Lázaro Cárdenas…, si su gobierno es la etapa siguiente a la Independencia, la Reforma, la Revolución, y cada una ha tenido sus ordenamientos legales y sus constituciones, ¿por qué López Obrador no tendría la suya?

Por eso el Presidente no fue a Querétaro, por eso no quiere estar en un acto de homenaje de los tres Poderes de la Unión a la Constitución vigente, porque la desconoce, porque como legado político y como verdadero corset para el futuro, nos quiere legar su Constitución, sin pasar, a diferencia de sus otros referentes históricos, por esos engorrosos y lentos procesos que implican convocar por el voto popular a una asamblea constituyente que elabore una nueva Carta Magna, como ocurrió en Querétaro en 1917. Lo que quiere es una Constitución realizada a su imagen y semejanza, sin otro constituyente que él mismo, con un Congreso dócil que no cambie ni una coma.

Por eso, en la segunda mitad de su mandato, esta administración ha fracasado en todas las iniciativas que ha presentado y casi todas han terminado siendo consideradas violatorias de la Constitución: porque después de los comicios de 2021, el Presidente se ha negado rigurosamente a negociar en el Congreso iniciativa alguna. Lo mismo sucederá con este paquete de reformas con un objetivo ulterior: le dejará a Claudia Sheinbaum, si ella gana la Presidencia en junio, un paquete de reformas de las que difícilmente se podrá separar, sin separarse a su vez del propio López Obrador.

Lo cierto es que todo lo que se propuso este 5 de febrero difícilmente podrá pasar porque no le alcanzan los votos a Morena, por lo menos hasta que el 1 de septiembre se instale el nuevo Congreso; algunos otros son anuncios imposibles de implementar económicamente, como las pensiones de ciento por ciento del último salario percibido, o la desaparición de todos los organismos autónomos, argumentando medidas de austeridad sin sentido alguno. Mucho menos los cambios de fondo en el Poder Legislativo, en el sistema judicial, en el electoral, con el objetivo de regresar a un sistema de gobierno sin contrapesos y concentrado en torno al Ejecutivo.

No tienen los votos, salvo que, como dijo ayer mismo Nicolás Maduro, para muchas cosas un referente para el propio López Obrador, las elecciones que se prevén en ese país para la segunda mitad de este año “las ganarán por las buenas o por las malas”.

A lo que se aspira, además, es a demoler el sistema político de contrapesos construido durante la larga transición democrática que inició con la reforma de Reyes Heroles en el 79 y tuvo su culminación con el triunfo de López Obrador en el 2018. Desde que asumió, la actual administración ha trabajado constantemente para desmantelarla y regresar al viejo sistema político, el previo a la transición democrática.

El objetivo presidencial siempre ha sido una nueva Constitución, la ha planteado muchas veces, pero nunca ha alcanzado los consensos mínimos para poder sacarla adelante, pero es lo que sigue proponiendo ahora y pretende hacerlo de facto. Es lo mismo que han intentado hacer, y en ocasiones lograron, los demás regímenes populistas de izquierda en América Latina: Chávez y Maduro en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua, impusieron sus constituciones de facto.

Si el presidente López Obrador logra imponer estas nuevas iniciativas, el sistema político terminará teniendo definitivamente el rostro que el lopezobradorismo quiere. Y aunque no lo logre antes de que deje el poder, habrá logrado dos cosas importantes: imponer la agenda, la ruta política del próximo gobierno, y terminar de bloquear cualquier intento de Claudia Sheinbaum de deslindarse, aunque sea parcialmente, de su antecesor.

En los comicios de junio, por ende, tan importante como la elección presidencial será la conformación del Congreso. Será más importante que nunca antes que no existan mayorías calificadas de un solo partido o coalición, de tal forma que quien sea que llegue al Ejecutivo, se vea obligado a negociar las iniciativas legales y los cambios constitucionales que proponga y se extirpen, con ello, las tentaciones más autoritarias.

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Juegos de poder

Polarización y guerra civil

Leo Zuckermann | Excelsior

La polarización es una vieja táctica política. Dividir en dos bandos a la sociedad y convertir todo en un enfrentamiento entre ambos grupos. Suele ir acompañado de maniqueísmo. Unos son los buenos; otros, los malos.

En la polarización maniquea se pierde el centro y los matices. Desde el poder se atizan las diferencias hasta el punto de que el conflicto se sale de los cauces pacíficos y comienza la violencia. En no pocas ocasiones esto termina en una guerra civil.

México ha vivido dos veces este tipo de conflagraciones en su historia. La Guerra de Reforma en el siglo XIX y la Revolución en el XX. No sólo murieron cientos de miles de mexicanos, sino que ambos conflictos generaron un enorme retraso económico y social.

¿Eran evitables ambas guerras?

No lo sé. Siempre es difícil especular sobre contra factuales históricos. Lo que sé es que, una vez comenzada una guerra civil, es complicadísimo detenerla y las consecuencias acaban dejando una huella profunda en la sociedad.

Hoy en México tenemos un Presidente que utiliza la polarización como táctica política. Más que enfatizar las coincidencias que tenemos como nación, explota las diferencias. En pleno siglo XXI, demagógicamente habla de una lucha entre liberales y conservadores, entre porfirianos y revolucionarios. Obvio, él es el representante de los buenos (y ganadores) de la historia.

El régimen priista, en búsqueda de su legitimación histórica, siempre vendió la idea de que ellos eran los herederos de los vencedores de la Independencia, la Reforma y la Revolución, como si estos movimientos hubieran sido lo mismo en una larga continuidad histórica. López Obrador, con su retórica de la Cuarta Transformación, utiliza el mismo concepto. Él es el sucesor de los grandes movimientos del país. Sus adversarios, en cambio, son los gachupines, conservadores y porfirianos.

Demagogia aparte, el hecho preocupante es el uso de la polarización como arma política. Sin exagerar, esto puede terminar en conflictos sociales violentos, incluso en guerras civiles.

Veamos lo que está sucediendo en España. Ellos todavía tienen muy fresca la memoria de la mortífera guerra civil y su funesto desenlace: la dictadura franquista. Hace poco escuché a José María Aznar decir que los hijos de esa conflagración supieron perdonarse y concentrarse más en las coincidencias que los unían para construir una democracia. Lo mismo los hijos de los hijos de la guerra. Pero, decía el expresidente español, la tercera generación parece más obsesionada con las diferencias que siempre han dividido a los españoles. Han retomado, así, el camino del enfrentamiento.

Los políticos actuales, que son muy chiquitos, le han hecho eco poniendo en peligro no sólo la democracia española, sino el futuro mismo de aquel país.

Así lo describe Fernando Savater: “Desde tiempos del nefasto Zapatero se ha vuelto a una bipolaridad política cargada de revanchismo guerracivilista que poco tiene que ver con la armonía de la que surgieron los acuerdos constitucionales”. El gran filósofo alerta de las posibles consecuencias: “Nunca ha estado más amenazada no ya la integridad democrática o la prosperidad social de esta vieja nación, nuestra España, sino su simple supervivencia”.

Savater pone sobre la mesa un tema toral: qué tanto esto se debe a los políticos o la ciudadanía. En el pasado, aduce, “no sólo es que hubo mejores políticos, más equilibrados o más escarmentados que los de ahora, sino, sobre todo, que tuvimos mejores ciudadanos, no obsesionados por ser de izquierdas o de derechas sino españoles capaces de comprender que la nueva y necesaria democracia española se haría con franquistas y comunistas, con anarquistas y veteranos de la División Azul”.

Regreso a México. Nuestras guerras civiles están más lejanas en el tiempo. No así la memoria de un régimen autoritario que, gracias a la presión social y la respuesta de políticos responsables, pudo transitar hacia una democracia.

Democracia que necesariamente se tuvo que formar con liberales, conservadores, porfiristas, revolucionarios, priistas, panistas, perredistas, comunistas, sinarquistas, en fin, póngale usted la etiqueta que quiera, pero una ciudadanía consciente de que, al margen de las diferencias ideológicas, a México le convenía una convivencia democrática.

Hoy, esa convivencia está amenazada desde el poder por un Presidente que no cree en la democracia. Y, sí, también una ciudadanía que parece más interesada en las diferencias que en las coincidencias.

¿Puede esto desembocar en un conflicto violento e incluso una guerra civil?

No tengo idea, pero el riesgo, como está sucediendo en España, es real.

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Astillero

Reformas: el encantador de urnas // Virtual programa de campaña // La Corte acepta guerrear // Xóchitl ruega vigilancia externa

Julio Hernández López | La Jornada

Andrés Manuel López Obrador se reformuló ayer mediante un conjunto de propuestas de modificaciones constitucionales que, en realidad, constituyen el aterrizaje programático del llamado plan C. El de ayer, en Palacio Nacional, fue (¿alguna vez ha dejado de serlo?) el político en campaña, el generador de promesas y esperanzas convertibles en votos, el encantador de urnas.

El objetivo de los planteamientos presentados ayer en Palacio Nacional es sustancialmente electoral: mover voluntades votantes en torno a consignas de campaña para las cuales se requiere una mayoría calificada en las cámaras legislativas que se elegirán el próximo junio. Con el revés de la medalla, previsiblemente aprovechable: en caso de no conseguirse el plan C, ni la aprobación de las banderas reformistas, se podría cargar el fracaso, el rechazo a aspiraciones populares, a la cuenta negativa de esos opositores que ayer mismo comenzaron a presentar objeciones.

Mientras López Obrador desgranaba su diseño de 20 puntos en la Ciudad de México, en Querétaro la élite conservadora del Poder Judicial de la Federación, por voz del ministro Alberto Pérez Dayán, emitía un discurso de definiciones políticas; podría decirse que de aceptación, de asunción de la pelea política, ideológica e incluso electoral a la que les ha convocado con insistencia el Presidente de la República.

Pérez Dayán, ha de recordarse, es el villano más reciente del catálogo morenista por haber decidido, con su voto de calidad en una sesión de una sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la cancelación de la reforma eléctrica obradorista. El guinda y sus aliados impulsan que dicho ministro sea sometido a juicio político y castigado.

Pues bien, en un juego político nada oculto, la ministra Norma Piña, presidenta de la citada Corte, decidió ausentarse de la ceremonia en el queretano Teatro de la República (a la que tampoco asistió AMLO) y en su lugar envió significativamente al propio ministro impugnado, quien pronunció una apenas disfrazada aceptación del emplazamiento andresino a la batalla por el Poder Judicial.

No se necesita ningún entrenamiento especial para adivinar al tabasqueño destinatario del escarceo retórico del jurisperito susceptible de juicio político. Si en algunos deportes se considera que la mejor defensa es el ataque, en el raciocinio de las togas conservadoras se estimó que el mejor ataque es la defensa del estado de derecho, la sublimación de la Constitución, el lugar común de que nada está por encima de la ley y el rechazo a la política, como si el gobierno y el Estado del que forma parte sustancial el Poder Judicial no fuese justamente una hechura política (en todo caso, el atacante por el flanco derecho, Pérez Dayán, pudo haber rechazado la partidización, no la política).

Xóchitl Gálvez no estuvo en el Teatro de la República ni en Palacio Nacional, sino en Washington, en cumplimiento de un libreto proclive al intervencionismo estadunidense. Recuérdese que el pasado 18 de enero el Instituto Baker de Políticas Públicas dio a conocer sus estimaciones para México, en las que asegura que el partido del Presidente, Morena, espera que el crimen organizado opere a su favor durante las elecciones de 2024 y que el peligro de un conflicto poselectoral es mucho mayor que en 2018 o 2021.

Luego, en esa preparación de terreno, se produjo la milagrosa sincronización en tres medios extranjeros donde se publicó una apolillada y desechada investigación, sin pruebas fidedignas, de una presunta inyección de millones de dólares a la campaña presidencial de AMLO en 2006.

Hasta desembocar, ayer, en la vergonzosa y descarada invocación de Xóchitl Gálvez a instancias internacionales, en especial Estados Unidos, para que vigilen las próximas elecciones mexicanas en las que el crimen organizado sería la principal amenaza contra lo que la hidalguense idealiza como democracia.

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México SA

AMLO: paquete de reformas // Fin de la pesadilla neoliberal // Reivindicar derechos sociales

Carlos Fernández-Vega | La Jornada

El presidente López Obrador presentó ayer su paquete de iniciativas de reformas constitucionales, que constituye una pieza clave para el futuro del país, para reivindicar los derechos políticos, económicos y sociales de los mexicanos, y devolver a la Carta Magna de 1917 toda su dignidad, humanismo y grandeza, severamente alterada por el régimen neoliberal, ese periodo oscuro de nuestra historia. La esencia es rencauzar la vida pública por la senda de la justicia, libertad y democracia, como lo exigieron con sus luchas nuestros antepasados.

Se trata de un paquete de alta gama y gran alcance del que el mandatario expuso parte de sus propuestas, todas tendientes a recuperar el camino torcido por el régimen neoliberal, el cual, a lo largo de 36 años, actuó en contra de los intereses del país y del pueblo para favorecer a la oligarquía, concibiendo así a México como una empresa privada en beneficio de unos cuantos.

Se trata, dijo, de modificar artículos antipopulares introducidos en la Constitución durante el periodo neoliberal, adulteraciones que niegan el sentido general de nuestra Carta Magna, que fue fruto de un movimiento popular revolucionario y, por lo mismo, concebida con un espíritu nacional, social y, subrayo, público. Las reformas que propongo buscan restablecer derechos constitucionales y fortalecer principios.

Recordó que se acabó con la pesadilla del régimen neoliberal: no más impunidad, que deje de castigarse a quien no tiene con qué comprar sus inocencia y se proteja a los delincuentes de cuello blanco; el Poder judicial no puede seguir siendo un conjunto de instituciones al servicio de intereses políticos y económicos; debe asumir su papel de garante de la justicia y hacer valer un auténtico estado de derecho.

Los constituyentes de 1917 garantizaron el dominio de la nación sobre sus recursos naturales y la soberanía de país, pero al paso del tiempo estos derechos alcanzados por el sacrificio y el sufrimiento de millones de mexicanos fueron perdiendo vigencia, en tanto se restablecían el fuero y los privilegios para una élite política y económica. En el régimen neoliberal toda la vida pública de México estuvo controlada por una minoría ambiciosa y rapaz; México se convirtió en un país de unos cuantos en el que el pueblo no existía.

López Obrador enumeró algunos aspectos contenidos en su paquete de reformas constitucionales. Entre ellos, revertir las reformas (léase privatizaciones) de Ernesto Zedillo (1997, en el caso del IMSS, con la creación de las Afore) y de Felipe Calderón (2007, en el del Issste), las cuales impiden jubilarse con 100 por ciento del salario recibido. Por ello, anunció la creación, a partir del próximo primero de mayo, de un fondo semilla con 64 mil millones de pesos, que se incrementará poco a poco.

Para los campesinos propone el pago de un jornal justo y permanente, con el objetivo de que coman los que nos dan de comer: en materia de transporte ferroviario de pasajeros anunció el uso de los 18 mil kilómetros concesionados (al capital privado) por Ernesto Zedillo; además, el Estado estará obligado a garantizar Internet, sea mediante servicio público o concesionado.

En el caso de la Comisión Federal de Electricidad, el objetivo es devolverle su carácter de empresa pública estratégica de interés nacional en beneficio de los consumidores domésticos, es decir, revertir las modificaciones que el régimen neoliberal llevó a cabo para favorecer al interés privado.

Algo más: propone reducir los gastos de campañas electorales y las asignaciones a partidos políticos: evitar el uso de excesivas estructuras burocráticas electorales, eliminar los legisladores plurinominales y que el Congreso se integre con 300 diputados y 64 senadores. Además, propone que consejeros y magistrados electorales sean electos mediante voto libre y secreto, con el fin de fortalecer la democracia participativa. Plantea el mismo camino para jueces, magistrados y ministros.

Las rebanadas del pastel

Dice el ministro candidato a juicio político, Alberto Pérez Dayán, que hay que alejar el Poder Judicial de la política y no arrojarlo al fondo de ella para que no resulte un juego de pasiones; militancia y judicatura no son afines. Bien, pero ¿qué tal la afinidad, la militancia y las pasiones entre capital privado y judicatura? Cierto es que en democracia son necesarios los contrapesos (léase división de poderes), pero en el caso de dicho poder ello no aplica porque está podrido y descaradamente entregado a los intereses oligárquicos.

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