Columnas Escritas
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AMLO: el desvanecimiento del Estado
Agustín Basave
Proceso
El populismo no es estatista. Ni siquiera los adalides de izquierda procuran reforzar al Estado, porque eso significaría acotarse a sí mismos: las instituciones presuponen normas, tienen cauces, imponen límites.
El populismo no es estatista. Ni siquiera los adalides de izquierda procuran reforzar al Estado, porque eso significaría acotarse a sí mismos: las instituciones presuponen normas, tienen cauces, imponen límites. El líder populista obtiene su fuerza de la vinculación directa con la gente y por ello recela de todo tipo de intermediación. Ve las estructuras estatales, en particular las que no puede manejar a su antojo, como un obstáculo a su liderazgo.
Su apelación a la democracia participativa es el reflejo de su aversión a la existencia de otros representantes políticos, al fin y al cabo intermediarios. No es que rechace la representatividad, es que desea detentar su monopolio. De ahí su predilección por el gobierno plebiscitario: mientras él posea la exclusividad de la interpretación, en tanto sea el exégeta de la voluntad popular, optará por preguntarle a los gobernados qué debe hacer. En tal circunstancia, la respuesta será siempre la que él quiere.
Para el populismo, pues, el Estado es en buena medida un estorbo. Si desconfía del aparato burocrático del Ejecutivo, especialmente ahí donde hay servicio civil de carrera, con más razón ve al Legislativo como un rival que le resta representación y al Judicial como un impostor que pretende contrapesarlo. El gobernante populista se proclama conductor de una gesta histórica, que enfrenta intereses muy poderosos y exige ampliar su discrecionalidad.
Es él y nadie más quien representa a la población, que es la que manda y sabe. No debe extrañarnos que además de acaparar el poder pretenda validar la información y a veces hasta el conocimiento. Las élites son el enemigo (su aliado contra el elitismo suelen ser las redes sociales). Las cúpulas representan al establishment, al statu quo, y engañan al ciudadano de a pie. Solo él posee la verdad, porque solo él entiende al pueblo.
Uno de los comunes denominadores del populismo es su antiestatismo. Tomemos el peculiar ejemplo mexicano, Andrés Manuel López Obrador, en varios sentidos incatalogable. Detesta la intermediación. En sus primeras decisiones eliminó el financiamiento a estancias y guarderías manejadas por organizaciones de la sociedad civil, argumentando que es mejor que el gobierno diera el dinero directamente a las madres. Hubo quienes dijeron que lo hacía por ser estatista. Luego arremetió contra los fideicomisos y se adueñó del fondo minero, que beneficiaba a los municipios en los que la minería es actividad primordial, y declaró que ese dinero iría directamente a los habitantes de esas municipalidades. Hubo quienes dijeron que lo hacía por ser centralista.
Recientemente canceló las escuelas de tiempo completo y anunció que el dinero que se ahorraría se lo entregaría directamente a las mamás y los papás de los niños. Ya no hubo quien dijera que su resorte primario es el estatismo o el centralismo. Ha quedado claro que lo que lo mueve es el afán de concentrar el poder no en la cosa pública o en la Federación sino en su persona. No quiere un Estado fuerte, al contrario; quiere un liderazgo providencial por encima de la institucionalidad (creo que nos equivocamos al calificar su política energética como estatista: es “gobiernista”).
AMLO quiere borrar de México los organismos autónomos. Como en los otros casos que menciono, en este también justifica su decisión en el dispendio y la corrupción existentes. No propone reformarlos, depurarlos ni fusionarlos; anhela desaparecerlos de un plumazo. Son estructuras estatales y por tanto estorbosas, no le permiten decidir todo y menos hacerlo como le gusta, casuísticamente y a discreción. Peor aún, son reductos tecnocráticos, guaridas de neoliberales que sabotean su transformación.
Y es que el Estado no es más que el garante de los intereses de los conservadores. El Estado, en última instancia, se ha de desvanecer. No es Marx, es Friedman. No es la sociedad sin clases, es el negative income tax, la transferencia directa y en efectivo a los individuos. Con un plus clientelar: la ayuda no viene del jefe de las instituciones nacionales sino de la encarnación misma de la nación, como sentenciaron algunos senadores en su penoso manifiesto, ese que tanto lo complació. ¿A alguien le queda duda de que AMLO, con todas sus contradicciones ideológicas, es populista y como tal es antiestatista?
Le disgustan los equilibrios democráticos. Acepta cualquier instancia “independiente” siempre y cuando esté dirigida por un “liberal”, es decir, por un partidario de la 4T o una persona obediente a sus designios. Por eso, por su obediencia, AMLO asigna tantas tareas a las Fuerzas Armadas. Varias veces ha confesado que no ha podido darles más porque no se dan abasto. Si por él fuera les daría toda la administración pública, pues además de leales operan sin asomos de horizontalidad y no tienen ambiciones electorales.
Quizá sea esa, la que representan los militares mexicanos, la única institucionalidad que valora, y su aprecio puede emanar justamente de la distancia que han guardado de la política desde 1946. No le compiten, no aspiran al poder. Además, considera a los soldados como pueblo uniformado, y en consecuencia como parte de su base social (a diferencia de la burocracia clasemediera). No sólo es su comandante supremo: es su intérprete.
No imagino a AMLO alegando “el Estado soy yo”. Ni falta que hace: además de la nación, él encarna al pueblo y a la patria, según dice Morena con el aval de su adalid. En semejantes condiciones, ¿quién necesita al Estado?
31 años de independencia, 26 de democracia
Cecilia Soto
Excelsior
Imaginemos que el Presidente insista en que quien organice las elecciones vuelva a ser el gobierno federal (o sea él). Y que argumente que en los 100 años de elecciones en el México posrevolucionario, 26 años de autoridad independiente no son nada. Que las elecciones siempre —salvo ese corto periodo— las ha organizado el gobierno y que a éste deben regresar. Esto no es algo difícil de imaginar, pues AMLO se ha dedicado a deslegitimar al Instituto Nacional Electoral e intentar debilitarlo o francamente eliminarlo. Pero cada uno de esos intentos ha sido recibido con una reacción generalizada de la sociedad en defensa de la autonomía del INE. Sólo aquellos seguidores muy lobotomizados del Presidente, especialmente en el Congreso y en algunos medios con generoso subsidio gubernamental, repiten los argumentos contra el INE.
“El INE es nuestro“, proclama uno de los que más me entusiasma y que más me gusta. Y es que en verdad el INE es nuestro: nosotros lo construimos, lo perfeccionamos, lo criticamos cuando había que hacerlo, lo reformamos, participamos con candidaturas, fuimos funcionarios de casilla, observadores electorales, vigilamos a los partidos, contamos los votos, implementamos primero las cuotas de género y luego la revolucionaria paridad, vigilamos que se cumpliera y protestamos cuando no. El INE es creación colectiva de la sociedad mexicana, a pesar de las resistencias gubernamentales y de los partidos políticos. Y, por tanto, sentimos que México es una democracia: imperfecta, joven, con mucho que corregir, pero con uno de los pilares de las democracias —elecciones libres y limpias— muy sólido. Es tan fuerte el convencimiento de que México debe ser democrático que hasta quienes no creen en ella como el actual Ejecutivo federal tienen que declararse demócratas de tanto en tanto.
Y, sin embargo, apenas llevamos 26 años en que el IFE/INE salió del control de la Secretaría de Gobernación.
Pensemos ahora en Ucrania, país que sólo lleva 31 años de vida independiente. 31 años son una eternidad si los comparamos con Rusia, cuyos habitantes no han experimentado nunca, en los últimos quinientos años de su historia, una vida con prácticas democráticas prolongadas y seguras. Del Imperio Zarista pasaron a la dictadura no precisamente del proletariado, sino de la burocracia del Partido Comunista de la Unión Soviética, presidida por demasiados años por déspotas responsables del asesinato de millones de personas, como Josef Stalin. Vladimir Putin lleva 23 años en el poder. No sólo su educación y experiencia social fundamental han sido bajo el régimen soviético, sino que el prolongado poder sobre la burocracia gubernamental, especialmente aquélla responsable de los temas de seguridad y defensa, lo han convencido de su superioridad.
Los mecanismos que se desarrollan en un gobierno autocrático prolongado se conocen bien: corrupción, creación de camarillas y exclusión de las mayorías de las decisiones fundamentales, represión y persecución a las oposiciones, cooptación de las élites económicas, ya sea por coerción o por temor de éstas, limitación severa a la libertad de expresión o franca censura, sustitución de la información gubernamental por la propaganda cada vez más alejada de la realidad, creciente incapacidad de autocorrección y, por tanto, mayores oportunidades de cometer errores importantes.
Putin considera que Ucrania nunca ha existido; lo mismo los ucranianos como ciudadanos que detestan la hegemonía rusa porque no encajan en su mapa mental y menos en su experiencia. Si Putin considera la desaparición de la Unión Soviética en 1991 como una de las mayores catástrofes de la historia y se ha propuesto reparar ese error, la declaración de independencia de Ucrania ese mismo año es parte de la catástrofe a la que se ha propuesto meter reversa.
La experiencia de la libertad, de la democracia, de la autonomía, de la ampliación de las capacidades de decisión, de las posibilidades de emprender; la posibilidad de escoger y comparar candidatos, sistemas, programas, fuentes de información, oportunidades de empleo y negocio: todas éstas son experiencias imborrables. Nosotros en México hemos experimentado durante 26 años la posibilidad de ir a las urnas con la certeza de que nuestro voto será contado y contará tanto como el de los más poderosos.
Los ciudadanos ucranianos han experimentado durante 31 años la independencia de su país: han ido a las urnas, han surgido nuevos partidos, han acertado o se han equivocado, han sacado por la fuerza de una rebelión cívica a un títere prorruso y han votado por acercarse a la Unión Europea. Existen y, por ello, han acudido a la defensa de una Ucrania independiente, dando muestras de heroísmo y valentía ejemplares.
Qué dolor tantas vidas perdidas, tanta destrucción por la decisión equivocada de un solo hombre. Los gobiernos unipersonales nunca terminan bien.
México SA
México: gran relevan$ia para E$paña // Juan Carlos I, su excelencia corruptísima // Fox-Calderón-EPN, agentes de negocios
Carlos Fernández-Vega
La Jornada
Pues nada que, hasta ahora, la relevancia de México en la agenda del gobierno español (canciller colonial José Manuel Albares dixit) se traduce en negocios por casi 600 mil millones de pesos anuales (cerca de 25 mil millones de euros), monto equiparable al destinado por el Estado que representa –con la ociosa monarquía a la cabeza– a cubrir su presupuesto en los sectores de sanidad y justicia, aunque en realidad esos dineros se quedan en las alforjas de la cúpula empresarial de aquel país. De ahí que el Felipillo (el de allá), los oligarcas (no: esos son rusos; los gachupines, como los mexicanos, son hombres de negocios) y sus súbditos socialistas Pedro Sánchez y el propio ministro de Relaciones Exteriores están al borde del infarto por la pausa en los nexos económicos bilaterales anunciada por el presidente López Obrador.
Parece que los gachupines (éstos son los franquistas, fachos y monárquicos; los demás son orgullosamente españoles) de plano no en-tienden o no quieren aceptar (muy su problema) que en México se acabaron los tiempos prianistas de componendas, coimas, gobiernos serviles, piernas abiertas, puertas giratorias y leyes a modo para garantizar el saqueo neocolonial. A robar a su casa, como dice Andrés Manuel.
Cómo olvidar aquel octubre de 2001, cuando Vicente Fox, entonces inquilino de Los Pinos y con botas de charol, visitó a su excelencia corruptísima Juan Carlos I, y a él le dijo que su gobierno está a las órdenes de España en la lucha contra los terroristas de la ETA, al tiempo que a los empresarios gachupines ofreció de todo: “mejores condiciones para invertir, reformas económicas, acuerdos políticos, infraestructura, marcos legales y administrativos…”, y presumía que si entre 1994 y 2000 la inversión española acumulada en México sumaba 3 mil millones de dólares, gracias a su buena voluntad ese monto crecería rápidamente. En fin, a los ibéricos de dulce, chile y manteca: a sus órdenes, jefe.
Qué decir del afanoso Felipe Calderón: fue tanto y tan rápido lo que hizo a favor del gran capital español (queremos más de España en México y más de México en España, suplicaba) que el gobierno de aquel país lo condecoró con la Orden del Mérito Civil, en su rango más alto (esta corcholata fue suprimida por la II República y reinstaurada por el dictador Francisco Franco). ¿Por qué? Bueno, por los servicios distinguidos prestados a España en una notable colaboración en todos aquellos asuntos que redunden en beneficio de ella. Y miren que la favoreció en grado sumo (los oligarcas peninsulares arrasaron), tal vez pensando que con eso se le quitaba lo Borolas.
Pero no acabó ahí. Llegó Enrique Peña Nieto y la política neocolonial –oro por espejitos, más coimas– siguió adelante. Ahora este personaje de telenovela que terminó en Los Pinos no sólo ha hecho de España su nidito de amor (con todo y peluca), sino su muy salvaguardada madriguera para evitar que, eventualmente, las autoridades mexicanas vayan tras sus huesitos, en el entendido de que los favores y las atenciones tarde que temprano se cobran.
Los resultados de tres sexenios al hilo, notoriamente a favor del gran capital gachupín se resumen en las siguientes cifras: cuando Fox se instaló en Los Pinos, presumía un saldo de 3 mil millones de dólares en inversión extranjera directa de España (1994-2000); al cierre de 2021 el acumulado fue de 76 mil millones de dólares (la información es de la Secretaría de Economía), es decir, un incremento de 2 mil 500 por ciento en el periodo.
Sirva lo anterior para el contexto: “México es uno de los mercados predilectos de las empresas españolas… Entre las 6 mil que se calcula operan en nuestro país, que incluyen desde grandes bancos hasta las operadoras eléctricas y energéticas, se estima que su volumen de negocio superaría 25 mil millones de euros al año (600 mil millones de pesos)… Las más fáciles de reconocer son las trasnacionales que en años recientes –sobre todo a raíz de la llegada al poder del PAN y el retorno del PRI– se han ido situando como las de referencia en algunos sectores estratégicos del país, como banca, energía, turismo e infraestructura…. BBVA, Banco Santander, Iberdrola y Naturgy” ( La Jornada, Armando G. Tejeda).
Las rebanadas del pastel
Sólo como detalle. En lo que va del presente siglo la trasnacional española BBVA se ha embolsado 535 mil millones de pesos (algo así como 24 mil millones de euros) en utilidades netas, y contando.