Columnas Escritas
En búsqueda de mí mismo (y III)

ME PAGAN POR JUGAR
Por Manuel Triay Peniche
Es difícil para los padres aceptar el cambio generacional, y papá no era la excepción. Educado en una disciplina casi militar, con valores y una rectitud que no aceptaban doblez, sé que sufría “mi conducta” tan liberal para aquellos tiempos pero yo pretendía ser como un libro abierto sobre todo para él. No buscaba su aplauso pero sí su aceptación y eso me estaba costando trabajo.
Para mamá yo apagué la luz de su esperanza. Criada en una familia muy católica, seguramente esperaba que el sexto de sus hijos fuera un ejemplo de virtudes y un ministro con olor a santidad. ¡La que le esperaba! Yo había recibido los elementos necesarios para ser un hombre de bien, tanto en casa como en la escuela, pero eran piezas tan pequeñas que unirlas como en un rompecabezas era prácticamente una misión imposible.
Una de tantas noches en Espita me reuní con mi amigo Sergio, el doctor de Pemex, quien también sufría del no tener qué hacer, de la ociosidad: Vámonos a Tizimín, me dijo. Quizá con autoridad, por ser funcionario de aquella paraestatal, o bajo la promesa de un comprobante de incapacidad médica, el caso es que el chofer de Petróleos Mexicanos pasó por nosotros en el camión de transporte de personal y de inmediato agarramos carretera.
¿Cena, un whisky? Hubo de todo en aquel antro y la velada se prolongó. Cuando decidimos regresar no dábamos con el chofer y Sergio tomó el volante, aunque sus reflejos ya no eran muy buenos. Una casa de paja sucumbió apenas echó reversa, al parecer con una pareja adentro; nos bajamos del vehículo, salió la gente y también un Policía que me cogió del brazo derecho, pero yo soy zurdo y me liberé con facilidad. “Maldito alcohol”.
Al doctorcito se le dificultaba brincar las albarradas, yo las saltaba como liebre. Calles adelante fuimos aprehendidos y remitidos al palacio municipal, donde me dicen estaba la cárcel, pero los uniformados nos trataron muy bien, no pasamos de la comandancia. Como en las películas, solicité mi derecho a una llamada telefónica y minutos después había llegado nuestro rescate: el gerente del Banco del Sureste, muy amigo de papá.
“Tienen que pagar las multas y los lentes que le rompiste al Policía y se van”, me dijo el banquero con cara de pocos amigos. Los paga usted y luego hacemos cuentas, le respondí, y abandonamos aquella oficina “o antesala” donde se evaporó el whisky, pero el susto no: ése me duró bastante. Regresamos con el Sol enfrente y sin el chofer, de cuya suerte no recuerdo nada.
El retorno no fue nada especial pero, al siguiente día, comenzaron de verdad los problemas. Una señora de mediana edad y notable maquillaje en el rostro nos buscaba a Sergio y mí. En casa la recibió mamá e ignoro qué historias le habrá contado, pero mi madre quedó con una cara de piedra que le duró muchos días. Sergio se encargó de los daños de la casa, mas no pudo evitar las reiteradas visitas de aquella “incómoda” mujer que estaba socavando nuestro “buen nombre” en mi pueblo.
Laboralmente las cosas siguieron como si nada, hasta una noche que celebramos un partido de sóftbol, Espita contra Pemex. Mis hermanos tenían un equipo al que fui convocado y ocupé el jardín central y cuarto en la alineación. ¡Qué noche! Le dimos una paliza a los visitantes, con una lluvia de toletazos que seguramente les cimbraron los oídos.
Terminado el partido me llamó el líder sindical, de apellido Pasos: ¿Y tú por qué jugaste con el otro equipo? Porque ellos me invitaron, es de mis hermanos, respondí. Pues a partir de hoy jugarás con nosotros y ya no tienes que presentarte en el pozo, replicó.
Pero, oiga, le dije con no poco asombro, me pide que juegue con ustedes y me quita el trabajo, no lo entiendo: Yo he cumplido al cien. “Tu chamba a partir de ahora será jugar sóftbol, no tienes que ir a trabajar”. ¡Madre mía!, no lo podía yo creer, de pronto me sentí en el cielo, soñado, “cobrar por jugar” eso ya era de profesionales.
La siguiente cita fue en X´pimienta, un campo de béisbol particular, propiedad de don Alvaro Rosado. No estoy seguro si el contrincante era de Mérida o de Izamal, que para el caso era lo mismo. ¿Nervioso? Sí, un poco, más cuando me tocó el turno al bate. Sobre el montículo estaba un tipo apodado “la bala Méndez” quien hizo un lanzamiento que solo escuché cómo se aporreó en el guante. Quizá fueron 90 millas, tal vez más o tal vez menos, pero no lo vi pasar.
Lo que siguió fue fatal. Sólo recuerdo el brazo del ompáyer señalando el ponche. No sabía si regresarme al “dugout” o echar a correr. El líder Pasos no volteó hacia mí, mis compañeros de equipo tomaron aquello como si nada, pero yo, en mi primera presentación, en mi estreno “profesional” como beisbolista, me sentía un fracasado. Fue un partido para olvidar, aquí lo recuerdo sólo porque hasta las derrotas enseñan.
