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En búsqueda de mí mismo (II)

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ADULTO A LOS 12 AÑOS

Por Manuel Triay Peniche

Soy de quienes se crecen al castigo. La ruda tarea de cargador en Pemex fue sólo un trampolín en mi búsqueda de mí mismo. El exhibirme ante los míos con un trabajo tan humilde tras mi regreso a casa fue para probar mi resistencia ante el “qué dirán” que suele reprimirnos o cohibir nuestros planes u objetivos, que nos cubre de vergüenza aunque nos sepamos limpios.
El interrumpir mi carrera en el seminario no fue fácil. Fácil hubiera sido seguir adelante con un futuro asegurado, pero con una vida de sinsabores y mediocre. Me hice adulto a los 12 años cuando dejé la casa de mis padres y fui el único responsable de mí mismo: de comer o no comer, de estudiar o de no hacerlo, de tener la ropa limpia o sucia, de sufrir enfermedades o curarme. Vivía en comunidad pero las decisiones sobre mi persona eran sólo mías, y obvio que no siempre fueron las mejores por mi corta edad.
El internado te priva de conocer el mundo real y yo estaba viviendo la primera oportunidad de enterarme. Por eso decidí ingresar a Petróleos Mexicanos, la empresa con los mejores sueldos del país, aunque propiciatoria de la vida más libertina, dada su calidad de nómada. Averigüé cómo llegar al líder sindical, me entrevisté con él y prometí desempeñarme como el mejor, por rudo que fuere el trabajo.
Con botas de cuero y acero en las puntas, de casco y guantes, comencé nueva etapa. Había que sacar la tubería con las barrenas que rompen el subsuelo y empujé pesada llave hacía la parte superior de un tubo de 9 metros de altura… uno y otro y otro, que fuimos escorando a un costado de la plataforma, abrazados con ambas manos por lo pesado que eran. Ya era un petrolero en forma. Pasados algunos meses aquella perforación alcanzó los 3,200 metros de profundidad, que no rindió el aceite esperado y el pozo terminó “tapado”.
Al mediodía de mi primera jornada se suspendió el trabajo para comer. Aún no conocía a nadie ni por sus nombres. Todos no sentamos sobre el piso de metal de la plataforma. Junto a mi tomó asiento un hombre grande, fuerte y bastante moreno, le apodaban “el macaco” (primate); terminada la comida siguió el postre: cigarrillos liados a mano, con una yerba verde. Me ofreció uno y lo acepté por empatía, pero no volví a comer postre.
“El macaco y yo nos hicimos amigos. Nuestra cuadrilla era una “torre de babel” con dos yucatecos, tres tabasqueños, un chiapaneco, otro jarocho y uno más de Culiacán. Muy rápido, con la guía de mi nuevo amigo, aprendí en quién confiar y en quién no, quiénes eran rijosos y quiénes tranquilos.
El grupo tenía un denominador común: el alcohol. Y no podía ser de otra manera tomando en cuenta que todos vivían fuera de casa, sin la responsabilidad de los hijos ni la presión de la esposa o de los padres, con mucha plata en el bolsillo, escasos sitios de relajamiento y tiempo de sobra. Transcurrida la jornada laboral, les quedaban 16 horas de ocio, y cero compromisos, por lo que buscaban como ocuparlas.
Con el pretexto de la investigación social que había emprendido para hallarme a mí mismo, y con la idea de conocer el comportamiento humano, los acompañé en más de una ocasión a la cantina. Podría decirse que había una fusión de culturas o inculturas, a nadie importaba el vecino, el “yo” ocupaba el centro de las mesas y de sus vidas, y en más de una ocasión la bebida dominó la cordura y volaron algunas sillas.
Quizá entonces comencé mi tarea de reportero que oficializara años después: en corto tiempo supe quién era casado y quién cornudo, lugares de procedencia y número de hijos, quiénes se preocupaban por su familia y quiénes no. Ví llorar sin copas a más de uno de aquellos hombres toscos y rudos: lloraban de soledad, en su mayoría. Entonces aprendí el valor y la importancia del amor y la familia, de aprender a querernos para poder querer a los demás.
Mi amigo “el macaco” me dijo un día: “tienes unos brazos fuertes, puedes ser buen chango, vamos”. Lo seguí, subí rezando aquella torre de perforación que parecía interminable, hasta donde había una pequeña plataforma y desde la cual trabajaba el “chango”: se colocó un arnés, pisó firme y se lanzó hacia adelante para pescar con los brazos la tubería escorada a los lados y comenzar el trabajo de introducirla en el pozo. Obvio que entre correr y morirme de miedo, escogí la primera opción y vivo muy feliz. Ni siquiera hice la prueba.
Continuará

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