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Una cura de silencio

Javier Sicilia

Proceso

Quien debería poner el ejemplo, como representante de la nación, es López Obrador. Si guardara silencio, si se abstuviera de su incesante parloteo, no sólo aprendería a escuchar, haría que su palabra en lugar de dividir nos acercara.

El silencio ya no tiene sitio. Está relegado del mundo. Fuera de las órdenes religiosas de estricta observancia, como la de los cistercienses, su prestigio entre nosotros es prácticamente nulo. Callar equivale a claudicar: todos hablamos y todo habla: la televisión, la radio, internet, Twitter, Facebook, Instagram, Zoom, los espectaculares, los transportes, las industrias… No hay sitio donde el sonido o el ruido esté ausente. A fuerza de fragor, la palabra, que guarda los significados y el sentido, se ha degradado en un oscuro y confuso parloteo.

Recuerdo el 14 de septiembre de 2018. Las víctimas de la violencia nos reunimos en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco con López Obrador, presidente electo, para acordar la agenda de Justicia Transicional que él terminó por traicionar con los graves costos que ya conocemos. Antes de abrir el foro pedí un minuto de silencio por las víctimas. Repentinamente algunos presentes comenzaron a gritar: “Nadie va silenciarnos”. No comprendían que el silencio al que apelaba no era el de la mudez –una onomatopeya que se refiere a los sonidos que emite alguien a quien se amordaza–, sino el del hueco que hace posible que aquellos a quienes la violencia enmudeció, estuvieran presente para decirse en nuestra palabra.

Más que este triste recuerdo, más que toda la parafernalia comunicativa, el paradigma de esa conducta del homo technologicus, es López Obrador. Las largas peroratas que cada mañana le zampa a la nación expresan ese desorden: dice, se contradice, miente, brinca de un sitio a otro sin dirección ni sentido alguno. Sus largas pausas no son silencios, sino interrupciones que están al acecho de su siguiente ocurrencia.

Hemos olvidado que el silencio es el que hace posible no sólo comprender, sino decir algo con sentido. Sólo cuando guardamos un silencio atento podemos comprender. Los descubrimientos científicos y filosóficos, las grandes obras literarias, nacen de un silencio que aprendió a escuchar lo otro y a los otros. También la vida política nace de silencios atentos que permiten, mediante el diálogo, hacer ese nosotros que hace a las buenas sociedades. Si no guardamos silencio, nunca podremos escuchar la verdad que guarda la proposición del otro y viceversa. En ese tejido de silencios atentos y palabras es donde, dice Sócrates, la verdad se revela.

El silencio, sin embargo, no puede ser proscrito en su totalidad. La lingüística enseña que, con excepción del ruido –un apelmazamiento de sonidos–, las palabras y las frases, aun las más banales, se componen de silencios y sonidos. Las imperceptibles pausas entre las letras que las componen, y que vemos en los espacios en blanco que hay entre las letras y las frases de un escrito, son parte del lenguaje. El silencio está también antes y después de la palabra: nace y concluye en él.

El parloteo y el ruido que hoy nos habita es, en este sentido, hijo de un silencio pervertido, el de la indiferencia, dice Iván Illich, de quien asume que no hay nada que pueda recibir de otro o de otros. Es el silencio del influencer que explota el aburrido silencio de sus seguidores; es el silencio del que cree saberlo todo e impone su palabra y su presencia como un asunto de importancia capital; es el del comunicador de noticias que para mantener su presencia hace que todo y, por lo tanto, nada, sea importante; es el terco silencio de “la mañanera” que a cualquier cuestionamiento a su parloteo responde con el insulto, la descalificación y la amenaza; es el inhumano silencio del crimen organizado que sustituye cualquier palabra por el galimatías del terror. Es el silencio del siglo.

El ser humano, que sabe distanciarse de ello y conoce el valor del verdadero silencio, está siempre, aunque no lo veamos, más cerca del sentido y de nosotros que cualquiera de los que pretenden ocupar la escena pública con su verdad.

El ejemplo más acabado de ese silencio en Occidente, además del que nos reveló Sócrates al decir que el silencio en la escucha es el inicio del diálogo que lleva a la verdad –uno de los fundamentos de la democracia–, es el de María, que al escuchar atentamente el mensaje del ángel permitió que la Palabra se hiciera carne.

En ese silencio, que implica una retención de sí, en ese hueco casi imposible de encontrar en el parloteo y el ruido, es donde no sólo el cristiano, sino cualquier ser humano, puede recuperar el sentido.

Hoy, más que nunca, necesitamos una cura de silencio. Quien debería poner el ejemplo, como representante de la nación, es López Obrador. Si guardara silencio, si se abstuviera de su incesante parloteo, no sólo aprendería a escuchar, haría que su palabra en lugar de dividir nos acercara; si en lugar de dar rienda suelta a su agresividad, se dirigiera a construir un verdadero “nosotros”, sin el cual no hay vida social ni política, sería entonces, en lugar de un merolico que fortalece y legitima la enfermedad del siglo, un pedagogo de la nación. Pero para ello se necesita un silencio más difícil, un silencio al que todos estamos llamados, el silencio del yo, un silencio que no se realiza mediante la austeridad, que es la cualidad de lo áspero, sino mediante la humildad, la cualidad de la tierra, la cualidad de la paciencia que prepara el fruto.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

Nadando entre tiburones

La política no es razón, sino emociones

Víctor Beltri

Excelsior

El reciente empeño del Presidente por militarizar a la Guardia Nacional es preocupante, sin duda; el apoyo incondicional que ha recibido por parte de quienes se asumen de izquierda —y habían hecho de la “no militarización” una bandera política para golpear a los gobiernos anteriores— lo es aún más.

México se ha convertido en un país de dos sectas, en el que cada una se alegra de los fracasos y molestias de la otra y procura, con toda intención, que sucedan. Vivimos inmersos en una falacia de falso dilema —impulsada con perversidad desde la Presidencia de la República— en la que sólo existe la posibilidad de apoyar incondicionalmente el proyecto del mandatario o de ser etiquetado como perteneciente a la facción contraria. Los “fachos”.

El Presidente representa un símbolo para los dos bandos y, si bien para unos su llegada al poder ha sido lo peor que le ha pasado al país, para los otros su figura ha representado la única posibilidad de terminar con el sistema al que identifican como responsable de todas sus penurias. Por eso el resentimiento inducido, por eso la polarización provocada desde la tribuna presidencial. Por eso el regocijo cuando la oposición se molesta, por eso la aprobación a las decisiones presidenciales a pesar de que sean notoriamente contradictorias o resulten, incluso, perjudiciales para la nación.

Como las políticas de salud, que nos dejaron cientos de miles de muertos; como las políticas de seguridad, que nos han dejado cientos de miles más. Los seguidores del obradorismo parten de la premisa de que la situación actual es producto de las décadas en que rigió el sistema anterior, y en consecuencia tomará muchísimo tiempo revertir los errores y abusos del pasado. Por eso están dispuestos a permitirle cualquier cosa mientras se les asegure que continúa la transformación: por eso es que han renunciado a la evidencia, a cambio de la esperanza.

Los 30 millones de electores que votaron, en 2018, por López Obrador, en realidad no apostaban tanto al éxito de su gestión como a la derrota del sistema al que les enseñaron a culpar por todos sus problemas, y que no quieren que regrese por ningún motivo. No entenderlo así, y caer en el falso dilema del Presidente que los encasilla como representantes del pasado, es el mayor error de los partidos de oposición y lo sería mucho más si la candidatura del frente opositor se le otorgara a quien demuestre ser más combativo. La situación del país ha cambiado en los últimos cuatro años, y la gente que ya los rechazó en las urnas no cuenta con ningún motivo para volver a creer en ellos, mucho menos cuando su único argumento es el odio irrestricto al titular del Ejecutivo: un odio que, tan sólo, lo legitima.

Por eso la importancia de no caer en el enfrentamiento. La gente no apoya al Presidente porque sea un estadista, sino porque fue él quien les ha dado la oportunidad de tomar revancha, y les regala —además— el dinero que les dice que los otros querían robarse; la gente no cuestiona el fondo de las propuestas del Presidente, sino que las festeja por la forma en que molesta a sus opositores. La política no es razón, sino emociones: ante estos argumentos, y los escándalos cotidianos de los partidos y sus dirigentes, magnificados por el aparato oficial, de nada sirve seguir insistiendo en una fórmula que no funciona.

El Presidente, como candidato, representaba la antítesis del régimen al que logró derrotar; al llegar al poder, sin embargo, en vez de formar un gobierno de síntesis —en el que todos los sectores de la sociedad tuvieran cabida— prefirió hacer más profundas nuestras divisiones y enquistarse en una lucha de contrarios que, aunque ya había ganado, terminó por convertirse en la única razón de su existencia. Y de la nuestra, por lo visto, si le seguimos haciendo el juego: aunque las palabras duelan, la oposición, sin una propuesta que nos integre a todos, logrando la síntesis entre los dos bandos, no tiene oportunidades.

Juegos de poder

Todo depende de Alfredo

Leo Zuckermann

Excelsior

Hay personas que respeto mucho, quienes están seguros que Delfina Gómez será la próxima gobernadora del Estado de México. Algunos, incluso, me han querido apostar dinero. Yo les solicito que me den momios a favor, pero se han rehusado. Mi propuesta parte de la premisa que Morena tiene todo para ganar la próxima elección de gobernador en la entidad federativa con el padrón más grande del país. Sin embargo, a diferencia de ellos, también pienso que estamos lejos de una victoria cómoda para Morena, Delfina y, en última instancia, AMLO.

Veamos los números.

Morena arrasó en todas las elecciones que se llevaron a cabo en 2018 en el Estado de México. Tres años después, a la oposición le fue bastante bien en la elección de diputados federales. De los seis millones 504 mil votos efectivos del 2021, el PAN, PRI, PRD o estos tres en alianza obtuvieron dos millones 911 mil sufragios, equivalentes al 45%. Por su parte, los partidos que apoyan al lopezobradorismo (Verde, PT, Morena o los tres coaligados) consiguieron dos millones 858 mil votos, el 44%. Una diferencia mínima de casi 53 mil votos más para la oposición que para el oficialismo.

En 2021 también se llevaron a cabo comicios para elegir a los 125 ayuntamientos del Estado de México. El PRI se quedó con 51, Morena con 28, el PAN 18, el PRD 8, Verde 6, MC 6 y el resto, los demás. Morena perdió muchas presidencias municipales de gran población y peso económico como Toluca, Naucalpan, Tlalnepantla, Cuautitlán Izcalli, Atizapán, Huixquilucan, Metepec y Cuautitlán.

El hecho es que a la alianza Va por México y sus partidos (PAN, PRI y PRD) les fue razonablemente bien en el 2021, sobre todo comparado con el 2018. No sólo fueron competitivos, sino que ganaron más votos que el lopezobradorismo y una buena cantidad de diputados federales, alcaldes y diputados locales.

Veamos, ahora, cómo se encuentran en este momento las intenciones de voto.

Tomo, para tal efecto, la encuesta de De las Heras-Demotecnia a una muestra de mil votantes del Estado de México, entrevistados entre el 18 y el 21 de agosto pasados en sus viviendas.

Primer dato: cuando se les pregunta a los mexiquenses con qué partido se identifican, el 35% dice que con Morena. Sin embargo, la identidad morenista viene en un franco declive, ya que en abril era el 46%. En cambio, la identidad a favor del PRI se ha mantenido estable en 23%. Sí, por increíble que parezca, casi uno de cada cuatro votantes del Edomex que se identifica con algún partido lo hace por el tricolor. Abajo del PRI aparece el PAN con tan sólo 5% de la población que se siente panista.

En las intenciones de voto, el 37% de los mexiquenses dice que, si las elecciones fueran hoy, votaría por Morena para gobernador. Le sigue el PRI con 24%, el PAN con 8%, PRD con 4% y el resto, los demás partidos.

Si se suma todas las preferencias de los partidos que apoyan a AMLO (Morena, Verde y PT) alcanzan un 41%. Si se hace lo mismo con los partidos que conforman la alianza Va por México (PRI, PAN y PRD) llegan al 36%. En el caso que se les uniera MC, totalizarían el 38%. Estaríamos hablando de una elección muy competida, prácticamente empatada.

En uno de los careos de la encuesta, Delfina Gómez, de la coalición Morena, PT y Verde, sacaría el 40% de los votos en porcentaje efectivo, es decir, eliminando a los indecisos. La posible candidata del PRI, Alejandra del Moral, obtendría 36%, una diferencia de cuatro puntos porcentuales.

Enrique Vargas, del PAN, conseguiría el 14% y Juan Zepeda, de MC, el 8%. Si Vargas declinara a favor de Del Moral, y PRI, PAN y PRD van juntos, podrían llegar al 50% de los sufragios. Ya ni hablar en caso que MC se uniera a esta alianza: la suma llegaría hasta el 58%.

Son, desde luego, escenarios. El punto es que, si tomamos los resultados reales de la elección de 2021 y lo que están apuntando las encuestas en este momento, no parece que Delfina vaya a tener un día de campo para ganar la elección. Al revés, creo que esto se puede poner muy competitivo.

El asunto va a depender de una variable crítica: cómo la va a jugar el gobernador Alfredo del Mazo. Si decide hacer lo mismo que otros colegas suyos priistas, como Quirino Ordaz, Claudia Pavlovich, Alejandro Murat u Omar Fayad, es decir negociar con López Obrador para bajar las manos, entregarle el estado a la candidata de Morena y obtener a cambio impunidad futura y un puesto en el gobierno federal, veo muy difícil que el PRI pueda continuar en el poder en el Edomex. Si, en cambio, el gobernador da la lucha y opera activamente a favor de la candidata priista, habrá tiro en el Edomex. Las condiciones existen para una elección peleada. La pregunta es qué va a hacer Alfredo.

Democracia en peligro

Arturo Balderas Rodríguez

La Jornada

El jueves pasado, el presidente de EU hizo un llamado a la nación a rechazar el extremismo que ha inundado el panorama social y político, y amenaza con ahondar la división entre los estadunidenses. El tono enérgico que utilizó el presidente puede entenderse de varias maneras: frustración, preocupación, inseguridad y desaliento. A 18 meses de haber llegado a la Casa Blanca, y no obstante haber dado importantes pasos en su agenda de reformas, no parece que su intención de gobernar para todos los estadunidenses, independientemente de sus creencias políticas y religiosas, haya tenido el efecto deseado en su discurso de inauguración.

El ex presidente Donald Trump insiste en propagar una mentira que no pocos de sus fanáticos han tomado como consigna para desestabilizar al gobierno: Biden es un presidente ilegítimo. El clímax de tal aseveración llegó el 6 de enero con el fallido intento de un golpe de Estado por parte de una turba que, azuzada por Trump, invadió la sede del Congreso de EU para impedir que se declarara a Biden como presidente. Ahora Trump usa sus discursos de apoyo a un puñado de candidatos republicanos que estarán en las boletas de las elecciones del próximo noviembre como medio para cuestionar la legitimidad de Biden.

Por las razones que se quiera, Trump y sus adláteres no parecen, o no han querido, entender que la democracia es un proceso en el que no necesariamente se obtienen los resultados que se quieren (entrevista a Michael Abramowitz, NY Times). Sin embargo, Trump insiste en propagar la especie de que él ganó la elección. El problema es que ha logrado su fin: profundizar la división en la sociedad y con ello poner en grave peligro la democracia que por 200 años ha sido el orgullo de los estadunidenses. En el fondo, ese fue el sentido del discurso del presidente, ni más ni menos que en Filadelfia, sitio en el que nació la democracia de la Unión Americana. El NY Times da cuenta de la sorprendente revelación de una encuesta reciente (Quinipac), en la que 69% de republicanos y 69% de demócratas consideran que la democracia está en grave peligro, culpándose unos a otros de ello.

Extremismo protofascista fue el calificativo que Biden empleó para referirse a los republicanos que han avalado a los grupos y organizaciones que asaltaron el Congreso, y que en otras ciudades han organizado ataques similares en contra de los derechos garantizados por la Constitución. Tal vez el error del presidente fue generalizar el calificativo, ya que involucró a la mitad de la nación que profesa la ideología conservadora de los republicanos, pero no necesariamente comulgan con la violencia de esos grupos.

No se puede obviar que desde que Obama fue presidente, los republicanos han intentado por todos los medios no oponerse, sino boicotear la labor del gobierno. En su libro, el profesor E. J. Dion, de la Institución Brookings, refiere que la misión de los republicanos ha sido tensar los resortes de la democracia, lo que ha derivado en la polarización social y, en último término, demostrar la inutilidad del gobierno y la necesidad de reducirlo a su mínima expresión (Why the Right Went Wrong, 2016, Simon & Shuster). El resultado en el incremento de esa tensión es que abrió la puerta a grupos protofascistas, como los describió Biden, para crear un ambiente propicio para enfrentamientos que erosionan cada vez más la convivencia democrática. En este sentido, no sólo Trump ha sido responsable; en ese camino lo han acompañado e impulsado los sectores ultraderechistas de su partido.

En un ambiente así es incierto lo que sucederá en el proceso electoral que se inicia en las próximas semanas. Se puede adelantar que el extremismo entre las fuerzas que se disputarán el derecho a gobernar en varios estados, y a conformar una mayoría en el Congreso, no garantiza que una u otra puedan encontrar una vía más o menos civilizada para salir del bache en el que está metida la nación. Lo más probable es que ambas pierdan y con ellos toda la sociedad.

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