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El Rococó

Por: Ambrosio Gutiérrez Pérez

La última a vez que estuve por aquí, arrastrado por la vehemencia romántica de mi amigo don Carlos Cervera Ancona (El Pipi), quizás hace unos seis años, todavía era un cafecito de esos que puede calificarse de acogedor.

Los “descubrió” El Pipí o eso creí, ahí por la calla 59, que ya estaba de moda para el turismo propio y ajeno.

— Vamos Vampirín –me dijo con la habitual sonrisita burlona que ensayaba cuando me llamaba así, que es historia de otro momento.

–Tachingón, es ahí donde estaba El Compadrito (la mítica cantina de Chucho Acal) –persistió. Hay buen café y se comen unos huevitos a toda madre.

Pues ya con eso fue suficiente.

Y nos hicimos clientes al menos de tres veces por semana. Arrastramos a algunos amigos. El par de horas en Rococó eran sencillamente deliciosas, pero un buen día dejamos de ir. No recuerdo por qué, pero siempre el primer inconveniente fue la falta de estacionamiento en el centro histórico.

Luego vino la enfermedad de El Pipi… y Rococó quedó en el olvido.

El 30 de octubre pasado la casualidad me llevó de nuevo. La lluvia nos sorprendió, a Lizandro y a mí, camino al concurso de altares en la Plaza de la República y parte del Centro Histórico. Nos refugiamos en el edificio de la antigua Aduana. Desde ahí veíamos con decepción que la pertinaz lluvia echaba abajo la actividad en la que tanto instituciones de gobierno como escuelas, particularmente alumnos, invirtieron tiempo, dinero y esfuerzo.

Sin paraguas ni nada que nos cubriera, esperábamos que amainara… la paciencia, sin embargo, no es el fuerte de Lizandro a sus casi 8 años. Ya quería echarse a la calle 8 inundada y buscar un restaurante pues empezó a sentir “un poquito de hambre”.

Bajó la intensidad de la lluvia y la llovizna nos permitió movernos a la 59… ¡y a poquito el Rococó! El mismo nombre, pero ya no el mismo estilo. Ahora titilaban luces multicolores y llamaba el neón de un agregado que seguramente hizo el dueño, Jesús: Coffee&Bar… Karaoke All The Time. Y una Rocola moderna, apenas un cuadro para marcar canciones, lejos de los armatostes tradicionales de los 70 y 80 que encontrábamos en las cantinas y podíamos abrazarlas y llorar a moco tendido recordando a las mujeres divinas con Vicente Fernández.

Bueno, el menú de hoy incluye la pizza de salami y hawaiana que pidió Lizandro, y otros platillos propios de la invasión gringo europea a esta 59 turística. Agradecí que conserven el café americano al que me atuve mientras veía que entraban jóvenes, algunos turistas, y salían contentos con este Rococó que ya cumplió, me dicen, 11 años de servicio.

Tomaba a sorbos el café y vigilaba, con el rabillo de un ojo que Lizandro no pasara de los tres pedazos de pizza, y con el otro, que la lluvia amainara para regresar al auto sin mojarnos y evitar una gripe.

Casi exclamé: –El Güero Alemán, sigue por aquí!… Pasó por la acera, frente a la puerta de cristal del Rococó, como ánima de estos días, con camisa blanca y un sombrero café tipo español.

–Carajo!.. No resistí la curiosidad… caminé a la puerta y lo vi entrando al viejo Edificio De la Peña. Ahí vive Maram Brenderz, El Güero Alemán, originario de Hamburgo, radicado en Campeche desde el 24 de marzo de 1970, cuando decidió quedarse en la tranquila ciudad amurallada después de navegar los mares del mundo en un barco lavando platos.

–Quién es –preguntó Lizandro.

–Un personaje del Centro Histórico, le respondí… también un recuerdo, pensé, como lo es de alguna manera el Rococó.

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