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Conservadores

Javier Sicilia

Proceso

La manera en la que la confusión mental y gravemente pervertida de López Obrador se expresa, y de la que la palabra “conservador” es un ejemplo, muestra de qué manera la riqueza y profundidad de nuestra lengua está siendo retorcida en una neolengua…

La palabra “conservar” es hermosa. Tiene que ver con el cuidado y la preservación. Quien cuida algo es un “conservador”, alguien con una fina conciencia de la responsabilidad. El término, sin embargo, se pervirtió a partir de la Ilustración, que comenzó a cargarlo de contenidos negativos. El primero en hacerlo fue René de Chateaubriand, que en 1819 lo usó para definir a quienes se oponían a las ideas ilustradas y a los cambios políticos traídos por la Revolución Francesa e introdujo el término “conservadurismo”. Desde entonces la palabra perdió sus contornos hasta convertirse en una forma de insulto.

El término, que para Chateaubriand explicaba algo concreto y en los ámbitos de la filosofía política posteriores, algo cada vez más difícil de enmarcar por la complejidad de las ideologías surgidas de esos cambios históricos, se volvió un calificativo impreciso en el lenguaje de la politiquería partidista. Ser “conservador” se volvió sinónimo de “retrógrado”, “reaccionario”, “explotador” o, en términos del español de México, “ojete”: “Persona cobarde y de malas intenciones, que actúa con mala fe y con el propósito de dañar a los demás aprovechándose de ellos”.

Andrés Manuel López Obrador, un hombre intoxicado de profundas confusiones históricas y lingüísticas, no sólo utiliza así esa palabra. Su insensatez, que por desgracia es la de muchos en un siglo donde todo se ha desfigurado, suele también confundir a los “conservadores” con seres que se mueven en la lógica del “progreso” y a los que hoy se les llama “neoliberales”. Suele también confundir el “conservadurismo” que lo habita y está en el corazón de esa cosa ambigua e imprecisa que llama la Cuarta Transformación –centralización de toda decisión en su persona, exaltación de los valores nacionales, desprecio por el feminismo, por la ecología, por los derechos humanos– con “progresismo”.

Sus confusiones conceptuales y temporales –que desde que era candidato exalta como un dechado de sabiduría y repite día con día como una especie de Evangelio político que cambiará la historia para siempre–, tuvieron uno de sus tantos momentos de plenitud el pasado 24 de abril, cuando acusó de “conservadores”, en el sentido de “ojetes” y “egoístas”, a un grupo de actores que en un video alertan de la grave destrucción ecológica que está generando la construcción del tramo 5 del Tren Maya.

Lo que expresan los artistas en ese video es evidentemente “conservador”, en el sentido original y más bello de la palabra: con el Tren Maya, dicen, “nos estamos quitando nuestra propia casa”; “no necesitamos un tren, necesitamos cuidar nuestros territorios”.

La respuesta de López Obrador es, en cambio, profundamente “neoliberal”; es decir, “conservadora”, en el sentido negativo que él le da a esa palabra. Su depredación ecológica en la Península de Yucatán es tan nociva como la depredación de los gobiernos que llama “conservadores”.

Oscuramente “progresista”, el Tren Maya y los megaproyectos de su gobierno son tan asquerosamente “neoliberales” como los de los “conservadores” que tanto desprecia.

En López Obrador, el lenguaje, ya de por sí degradado por los nuevos medios de comunicación, ha llegado a un grado preocupante de confusión y oscuridad equivalente a la descripción que el filólogo Victor Klemperer lleva a cabo en su obra La lengua del Tercer Reich. En ella, Klemperer hace un profundo análisis de la forma en que la propaganda nazi alteró el idioma alemán para inculcar en la gente ideas nacionalsocialistas.

La manera en la que la confusión mental y gravemente pervertida de López Obrador se expresa, y de la que la palabra “conservador” es un ejemplo, muestra de qué manera la riqueza y profundidad de nuestra lengua está siendo retorcida en una neolengua semejante a la que describe Georges Orwell en 1984. Su constante presencia y difusión corre el riesgo de ser hablada por una buena parte de la población, como sucedió en la Alemania nazi.

Una manera de escapar de eso, alerta Klemperer, es cuestionar constantemente el uso que el poder hace de ciertas palabras que pone de moda.

En el caso de la palabra “conservador”, hay que devolverla a su significado original, el que expresaron los actores en ese video que tanto molestó a López Obrador. Contra lo que su neolengua trasnochada y confusa entiende, la humanidad de hoy no está destinada a cambiar el mundo, sino “a impedir –decía Albert Camus– que se deshaga”. Heredera de una historia corrompida, de la que nuestros políticos son representantes, en la que “se mezclan (profundas malversaciones lingüísticas), revoluciones fracasadas, técnicas enloquecidas, dioses muertos e ideologías extenuadas; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y el desprecio”, la humanidad está obligada a “conservar” el mundo.

Ante una existencia amenazada por la destrucción, en la que todos los días corremos el riesgo de que los señores de la muerte y los inquisidores establezcan para siempre un imperio de muerte, estamos llamados a conservar la vida y el mundo donde florece. Lo que significa restaurar entre nosotros una justicia y una paz que no sea la de la servidumbre, sino la de la verdad, la justicia y el diálogo entre nosotros y con lo que nos rodea.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

Juegos de poder

Por qué no votaré en la revocación de mandato

Leo Zuckermann

Excelsior

El domingo que viene se llevará a cabo la consulta popular de la revocación de mandato. No voy a participar porque estaré lejos de mi casilla de vacaciones. Pero, si estuviera, tampoco asistiría. Explico por qué.

No me parece correcto ir a votar para validar un esperpento institucional. Mucho se habla de la revocación del próximo domingo, pero no se toma en cuenta que este tipo de consulta popular quedó en la Constitución, así que aplicará a los próximos presidentes.

El domingo, todos los sabemos, y quien lo dude estoy dispuesto a apostar otorgando un momio muy favorable de cien a uno, ganará, y por mucho, la opción que se quede López Obrador hasta el final de su mandato. Perfecto. Yo también quiero que permanezca porque la opción, es decir que se vaya, es una pesadilla monumental.

La persona que terminaría su mandato sería elegida por una mayoría absoluta del Congreso (50% más uno) donde, obligatoriamente, tendrían que estar presentes por lo menos dos terceras partes de los legisladores. Esto le da un poder inmenso a la oposición. En la práctica, podrían impedir el quórum evitando que se elija al sustituto.

Por tanto, tendría que haber una negociación de las fuerzas del gobierno con los de la oposición. Los primeros dirían que les toca poner al sustituto porque ellos habían ganado la elección presidencial y el Ejecutivo estaba en su poder. Los segundos argumentarían que el pueblo votó mayoritariamente por cambiarlo, así que, como opositores, les tocaría a ellos nombrar al reemplazante.

En el ir y venir de la negociación, lo que seguramente quedaría es un presidentito de compromiso entre las fuerzas del gobierno y la oposición. Un mini Ejecutivo que no podría hacer nada durante los dos años restantes, sujeto a los caprichos del Congreso.

De esta forma, se iría un Presidente electo en las urnas y quedaría un liliputiense en Palacio Nacional. Serían dos años de terror en que el país estaría a la deriva política.

No va a ocurrir con este Presidente. Pero, ¿y los próximos?

Sobre ellos penderán, desde el primer día de su mandato, la espada de Damocles de la revocación. En este sentido, estarán pensando cotidianamente qué hacer para evitar que no los quiten tres años y medio después de tomar posesión. Esto incentivará a que los Ejecutivos tomen decisiones populares, no necesariamente las mejores y más responsables que el país requiera.

Imaginemos, por ejemplo, si hubiera existido la revocación del mandato en el sexenio de Ernesto Zedillo. ¿Habría tomado este Presidente las durísimas medidas que decidió para salir rápido de la crisis económica en 1995 con el riesgo que lo sacaran a patadas de la Presidencia en 1998?

Yo estoy convencido: la revocación es un esperpento institucional por donde se vea.

La idea de este tipo de ejercicios la tuvo Hugo Chávez en Venezuela con el fin de ganar más votos que los que obtuvo cuando lo eligieron Presidente. En 1998 obtuvo tres millones 673 mil votos equivalentes al 56%. En 2004, en la revocación, subió a cinco millones 800 mil votos, el 59%. Lo mismo Evo Morales en Bolivia a quien le fue mejor. Triunfó en la elección presidencial en 2005 con un millón 544 votos, el 54 por ciento. En la revocación de mandato de 2008 obtuvo dos millones 103 mil sufragios, el 67 por ciento. En ambos casos, la revocación se convirtió en prólogo para modificar la Constitución y permitir la reelección de estos mandatarios.

No será el caso de México. El domingo, el presidente López Obrador no obtendrá más votos que los que consiguió en 2018 (treinta millones 113 mil, equivalentes al 53 por ciento). Tampoco este ejercicio se convertirá, creo, en preámbulo para su posible reelección. Será más bien una consulta con el fin de demostrar el músculo electoral de su movimiento y, más importante aún, una manera para vulnerar a las instituciones electoral, tanto al INE como al TEPJF.

No se me antoja participar en una consulta que, por un lado, es un esperpento institucional que no tiene ni pies ni cabeza y, por el otro, se convirtió en un mecanismo para golpear a las instituciones que han permitido que haya democracia en este país a diferencia del pasado. Y a mí sí me tocó vivir en ese autoritarismo donde las libertades ciudadanas estaban restringidas.

Desde 1985, cuando me dieron mi primera credencial para votar, siempre he ido feliz a votar. Incluso en los tiempos cuando el PRI ganaba todas las elecciones. En esta ocasión, sin embargo, no se me antoja ir y legitimar algo que no me gusta nada: una revocación pésimamente mal diseñada, que no le conviene al país y que se está utilizando para atacar a las instituciones electorales.

Número cero

Revocación y el juego del ahorcado

José Buendía Hegewisch

Excelsior

La revocación de mandato ya no fue ejemplar aun antes de llegar, por primera vez, a las urnas en un proceso inédito en la historia del país. Todo lo contrario, ha sido ejemplo de viejas prácticas de las elecciones de Estado. Tampoco será aplaudida por todos, sino alabada por el destinatario de la votación e impugnada por sus opositores, independientemente de los resultados, como la cuerda del ahorcado en el juego la polarización.

La consulta del próximo 10 de abril transcurre de forma paradójica. Un ejercicio nunca visto en la democracia mexicana sobre el futuro de un gobierno a mitad del sexenio se convierte en un espejo retrovisor para mirar las antiguas formas plebiscitarias del poder para legitimarse, no para ponerlo en juego. Un round de sombra con la oposición y medir el “músculo” del voto duro de Morena.

Ese no es el objetivo de un mecanismo de participación ciudadana en una sociedad democrática, incluso si viene del poder como éste. Desde un principio no fue asumido por la ciudadanía como oportunidad para debatir, evaluar y, en su caso, sancionar la permanencia del presidente López Obrador hasta el final de su mandato, en 2024. Nadie discutía pros y contras para revocarlo, como ocurre en otras democracias con recursos como la moción de censura u otros procesos de destitución, sino la inutilidad de la consulta con posturas que rozan la esquizofrenia, como ese grosero eslogan “terminas y te vas” (el sexenio), al tiempo de acusarlo de llevar al país al desastre. Un ejemplo también de la confrontación y el antagonismo tóxico que envenena la consulta.

En cuanto al gobierno y los partidos, siguen la misma lógica refractaria como las ondas de luz que se polarizan a través de un cristal opaco. La oposición apuesta al fracaso de la consulta, no a demostrar el fracaso del gobierno. Los partidos están habilitados por la ley del revocatorio —aprobada por ellos— a promover la participación, pero, en cambio, su cálculo político es el boicot a las urnas y renuncian a promover el voto de reprobación. Su cálculo político es lograr una fotografía electoral con un nivel inferior al voto del bloque opositor en 2021, como si se tratara de una pelea de sombra con Morena.

Del lado del gobierno, su campaña de movilización desemboca en zozobra que erosiona la legitimidad con comportamientos que no están en conformidad con las leyes en un peligroso juego, como el del ahorcado, hacia la sucesión. El despliegue de propaganda que recuerda tiempos en que el aparato del Estado se volcaba a asegurar el triunfo del partido oficial, el linchamiento al INE por aplicar las reglas de juego de la mordaza, y su camino hacia el cadalso del ahorcado con la ayuda de algunos consejeros que perdieron el equilibrio y se sumaron a la polarización. Qué decir del activismo del secretario de Gobernación, Adán Augusto López Hernández, y su desdén por las consecuencias de violar la veda electoral. El objetivo también es claro: hacer lo necesario en esa medición de fuerzas para superar los votos de la oposición en 2021.

La meta del 40% de participación para ser vinculante es descartada por todos. Es una muestra de fracaso, aunque inducida por la ley. No obstante, es de esperarse que el Presidente cante victoria si la participación alcanza un 20% o si queda en un 12%, que correspondería a los 11 millones de firmas de Morena para pedir la consulta. Aunque un nivel así avivaría los temores del Presidente por la baja capacidad de movilización de su partido y ello recortará su margen de maniobra en la designación de su sucesor. Por su puesto, si la participación rondara el 7% de la consulta del juicio a expresidentes, el fracaso será mayor y prendería luces “rojas” en la confianza de la 4T en su plan transexenal.

Lo más frustrante de la vuelta de viejas prácticas es que sobreviene por la misma puerta falsa del halago al presidente, de la conducta obsequiosa para complacerlo, a costa de la ley y de olvidar el camino andado de la democratización. De deponer sus propias banderas desde la oposición, incluso pedir que Morena instalara sus propias casillas suplantando al INE y la ciudadanización del proceso. Se desechó porque rompería la imparcialidad, pero es un botón de muestra del gran ausente del ejercicio: la voluntad de la gente.

Recuperemos la democracia

Napoleón Gómez Urrutia

La Jornada

En diciembre del año pasado, cientos de personas salieron a las calles armadas únicamente con su poder de convencimiento a recolectar firmas para que la primera revocación de mandato en la historia de México fuera una realidad. A pesar de los obstáculos promovidos por el Instituto Nacional Electoral (INE) y la oposición, las y los ciudadanos tomaron en sus manos la gran responsabilidad de impulsar este ejercicio democrático. El resultado se escuchó alto y claro por todos los rincones de nuestra nación: las y los mexicanos queremos más y mejor democracia.

El mecanismo de revocación de mandato ha adquirido auge en algunas regiones del mundo como un instrumento de democracia directa, cuya finalidad principal es evitar los abusos de poder y promover la rendición de cuentas. A través del proceso de revocación, el electorado obtiene el derecho a destituir del cargo a un funcionario público electo antes de que concluya su periodo de labores. Este derecho garantiza que el pueblo tiene la facultad de decidir sobre la continuidad de un determinado gobernante, ejerciendo de manera vinculante el sufragio para pedir su remoción en caso de que su desempeño no haya sido el esperado.

En la mayor parte de los casos, la revocación de mandato representa una manera de sancionar la actuación de las autoridades en funciones, por esta razón no sorprende que el presidente Andrés Manuel López Obrador haya sido el primer mandatario mexicano en sugerir la inclusión de este mecanismo en la legislación actual. Nuestro Presidente se ha caracterizado por poner al pueblo en el centro de sus decisiones de política pública, pero también en su actuar cotidiano y, con la revocación de mandato, demuestra una vez más que durante su administración el poder lo tiene la gente.

En cambio, a la oposición esta idea le resulta intolerable. Si de rendición de cuentas se trata, basta con imaginar qué hubiera sucedido en los sexenios de Felipe Calderón y de Enrique Peña Nieto si este mecanismo hubiese sido una opción. La única lectura posible es que la revocación de mandato hubiera representado un peligro para su existencia política porque su desempeño no sólo fue lamentable, en términos de cumplir con lo prometido y proveer de lo más básico a la población, sino que también puede describirse como inmoral y desdeñable. La guerra contra las drogas, el caso Odebrecht, Ayotzinapa y la casa blanca son algunos ejemplos de los eventos que podríamos haber sancionado como ciudadanos.

Sólo un presidente que confía en el apoyo de su gente podría haber impulsado la revocación de mandato. Por esta razón, la labor que tenemos frente a nosotros es trascendental. En este proceso electoral no sólo evaluaremos el desempeño de la administración federal actual, sino también retomaremos el poder que nos fue negado por tanto tiempo. Con nuestra participación en la revocación de mandato le estamos apostando al futuro de la democracia mexicana. La responsabilidad es inmensa y tenemos que estar a la altura de la ocasión.

En la actualidad, la Constitución Política reconoce el derecho de las y los ciudadanos mexicanos de acudir a las urnas para emitir su voto y elegir a sus representantes, pero también de participar en las elecciones como observadores o funcionarios de casillas. Sin embargo, en muchos casos este derecho no se hace efectivo debido a diferentes circunstancias, sobre todo laborales. En nuestro país, más de 4 millones de personas declararon que trabajan en domingo, día designado por la ley para llevar a cabo procesos de elección de gobierno y de revocación de mandato.

Por este motivo, en la Comisión de Trabajo y Previsión Social, que tengo el honor de presidir dentro del Senado de la República, se dictaminó una minuta que busca dar a las y los trabajadores las facilidades necesarias para poder hacer uso efectivo de sus derechos político-electorales, incluyendo la obligación de las y los empleadores de otorgarle a la clase trabajadora el tiempo necesario para acudir a las urnas, sin que haya represalias.

Con este dictamen dimos un paso transcendental para garantizar que el voto de las y los trabajadores tenga el mismo peso que el de cualquier otro ciudadano. Además, evidenciamos y debilitamos a todos aquellos que se resisten a los cambios que el pueblo mexicano ha demandado por tanto tiempo. Al participar en el proceso de revocación de poder, las y los ciudadanos estamos recuperando nuestra democracia.

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